CAPÍTULO IV EL ETERNO PROBLEMA DE LA MUERTE Y DE LA VIDA

La Matemática y la Poesía son hermanas gemelas, como nacidas del Símbolo y de la Analogía. - La Ley analógica y los logaritmos. - La Analogía en la Historia: los ciclos de Vico. - Otros ejemplos de la misma Ley. - La simbólica Trimurti de Brahma., Vishnú y Shiva. - La Mónada y la Dúada. - Espronceda, Castelar y la Intrusa. - Muerte y resurrección de Strauss. - El Eclesiástico y El Bhagavad Gíta. - La Anastasis griega y los clásicos. - El Raymond, de Oliver J. Lodge. - La muerte como concepto negativo. - Las estelas del Cerámico. - "El matar a la muerte misma".

Pese a la contraposición que han querido ver entre ambas los espíritus estrechos, la Poesía y la Matemática son hermanas gemelas, porque la una como la otra idealizan, embellecen y elevan analógicamente a cuantas realidades concretas integran nuestros vivires; ésta, abstrayendo de la realidad objetiva cuanto hace relación al tiempo, espacio, modo, cantidad o fuerza, al tenor de las famosas categorías kantianas; aquélla, operando toda clase de generalizaciones armónicas sobre cualquier hecho real o posible del que el hada Inspiración toma pretexto para levantar el vuelo y llevamos, casi sin darnos cuenta, a todos los presentes, pretéritos o futuros, armónicamente conjugados con aquél por ley de Símbolo o de Analogía.

Por ejemplo: el poeta tiene conocimiento efectivo de las series fundamentales analógicas derivadas de la realidad de cada día, y que ya dimos anteriormente, o sean: a) la aurora, el creciente lunar, la primavera y la infancia; b) el mediodía, el plenilunio, el verano y la edad viril; e) el crepúsculo vespertino, el menguante lunar, el otoño y la vejez; d) la medianoche, el novilunio, el invierno y la muerte, como tiene todo esto en su idealización artística, lo emplea embelleciendo y elevando con ello nuestro pensamiento mediante el mero juego o glosa de tamañas homologías, y así, Jorge Manrique, en su elegía famosa, intuyendo la acción de la ley analógica de la circulación arterial de las aguas, desde el mar a las montañas, por las nubes, y la circulación ven osa o de retorno desde la montaña hacia el mar, merced a los arroyos y ríos que fecundan y dan vida a los seres orgánicos, pudo decirnos, maravillosamente, aquello de

“...nuestras vidas son los ríos

                que van a dar en la mar,

                que es el morir;

                allí van los señoríos

                derechos a se acabar

                y consumir".

                De igual modo, imitando el analógico aforismo de Job, cuando establece que la vida del hombre sobre la tierra es como la del heno,

“...a la mañana, verde;

seco a la tarde",

                nuestro clásico Rojas se preguntó inspirado:

“¿qué es nuestra vida más que un breve día

do apenas nace el sol cuando se pierde

en las tinieblas de la noche umbría?”,

superando, sin embargo, a todas en sencillez y sobriedad filosófica, el propio cantar popular que dice:

“Por la mañana, nacer;

al mediodía, vivir;

por la tarde, envejecer,

                y por la noche, morir";

pero, morir, por supuesto, para renacer a un nuevo día, una nueva lunación, un nuevo año o una vida nueva. ¿Quién, en efecto, puede atribuirse el derecho de pensar que puedan interrumpirse jamás las series de la Naturaleza?

Del mismo modo la Matemática, por su parte, establece, entre mil otras, la serie logarítmica, vulgar o analógica, en la que cada potencia sucesiva de diez tiene por logaritmo respectivo el número expresado por el índice de esta potencia; es decir, el cero, logaritmo para 100; el uno, para 101; el dos, para 102; el tres, para 103, etc.; pudiendo el matemático, como es sabido, escalar analógicamente, digámoslo así, mediante la suavísima serie aritmética de las unidades sucesivas, hasta los más altos términos de la progresión geométrica con aquélla concordada, por inaccesible que ellos parezcan a primera vista. Además, la Matemática, con semejante marcha analógica, nos conduce hasta la bellísima concepción integral que aúna y sintetiza a las mismas operaciones fundamentales de la Aritmética, a saber: reduciendo a sumas las multiplicaciones; a restas, las divisiones; a multiplicaciones, las elevaciones a potencias; a divisiones, las extracciones de raíces, y así sucesivamente hacia las mayores alturas del cálculo puro.

De la Historia no digamos. Vico, observando la extraña repetición analógica de los hechos humanos a lo largo de los tiempos, estableció en su Ciencia Nueva, como es sabido, la Ley del Ciclo, ley que es la de una curva cerrada de segundo grado, puesto que, notoriamente, en el devenir de los siglos juegan siempre dos fuerzas: la evolutiva o progresiva que trata de elevar día tras día a la Humanidad, y la de inercia, lastre o resistencia, que actúa como una fuerza, asimismo, para componer el par de fuerzas determinante del expresado ciclo. Claro es que, si se considera además una tercera fuerza, que es la del progreso propio del planeta Tierra como astro, y de cuanto en él habita, el círculo histórico dicho no llega a cerrar nunca, como no cierran las órbitas efectivas de la Luna y de la Tierra, pasando a espiral o a otras curvas de grados superiores.

¿Qué es, por su parte, toda la Geometría Analítica, sino una ciencia del más purísimo origen analógico, dado que siempre que ve figuras geométricas las traduce analógicamente en valores analíticos. y siempre que ve valores analíticos los traduce en sus analógicas figuras geométricas correlativas? ¿Qué es, asimismo, la Geometría descriptiva o proyectiva sino un artificio analógico, mediante el cual, del mismo modo que el poeta va de una noción a otra, con ella analógicamente conjugada según ya hemos visto, se pasa constantemente en aquélla de las formas del plano a las del espacio y viceversa? ¿Qué es, en fin, sino una aplicación -la más pasmosa de la Ley de Analogía- la que supone el tránsito operado desde la Geometría Analítica y la Descriptiva a la Mecánica Racional, pasando el número, la forma, el espacio y el tiempo a mera Fuerza Viva? Convengamos en que todo ello, y mucho más que pudiera decirse, no se sale lo más mínimo de los supremos cánones de la Analógica. No podía suceder otra cosa, porque el punto inicial de cuantas series analógicas puedan establecerse acaso es. la concepción metafísica contenida en la famosísima Trimurti brahmánica de Brahmâ, Vishnú y Shiva; Trimurti que, si para mentes vulgares o mal dispuestas contra cuanto emana de la Antigua Sabiduría, está compuesta por tres dioses o "ídolos", para mentes verdaderamente iniciadas o filosóficas no es sino el emblema de los tres típicos y fundamentales Poderes del Cosmos: el de la Creación o Emanación, el de la Conservación o momento de equilibrio entre las fuerzas creadoras y las aniquiladoras y el de la Destrucción, en fin, que sumerge a todo lo antiguo en el caos para hacer posible la ulterior evolución de una vida nueva. Es más, como a los ojos de la verdadera filosofía nada perdura, porque todo es transitorio, la tal Trimurti no es, en puridad, sino una Dúada: la ascendente, evolucionadora, de expansión, de dilatación, de vida, de sístole, de radiación, de crecimiento, etc.; etc. -de Brahmâ hasta Vishnú, o sea desde la germinación hasta la apoteosis vital-, y la descendente, involucionadora, de contracción, de diástole, de apagamiento, de decrecimiento, etc., etc. -o sea de Vishnú hasta Shiva-, y desde la apoteosis de la florescencia hasta la separación de la semilla. .. y aun conviene añadir que semejante Dúada no es sino la manifestación, la expresión de razón inversa matemática, con arreglo a la ecuación simbólica o típica de

E x I = C

en la que E representa a "lo evolutivo"; I, a lo involutivo, y C, a una constante desconocida o Mónada pitagórica , emanada ella a su vez de "la Nada", del "Cero" o de lo Desconocido.

Quien se dé clara cuenta de todo esto, no podrá menos de experimentar un inmenso consuelo por encima de la pretendida muerte y la pretendida vida, porque ya no tendrá delante de sus ojos el árido panorama de la seca ciencia positivista, sino un sublime ámbito de posibilidades trascendentes sin límites conocidos, campo en el que no sólo juegan todas las cosas del Cosmos en síntesis supremas, sino también todas las facultades del espíritu: razón, imaginación, sentimiento y cuantas otras puedan determinarse en el complejo mundo microcósmico de nuestra Psiquis. Podrá asimismo ser matemático sin dejar de ser poeta y viceversa, porque le será ya dable hablar de las unidades analógicas de diferentes órdenes con arreglo a los más estrechos cánones geométricos de homotecia, involución y homología.

Pero, ¿a qué Matemáticas, cuando con tanto rigor como belleza trascendente nos dicen esto mismo los poetas? Espronceda, por ejemplo, dentro del universal armonismo de los contrarios conjugados, determinó con perfecto rigor analítico el hecho de "noche", de "latencia", de "descanso", etc., que entraña el hecho universal de la muerte como término mediador entre dos vidas, cuando canta inspiradísimo acerca de la Intrusa:

Isla soy yo de reposo

en medió el mar de la vida,

y el marinero allí olvida

la tormenta que pasó;

allí convidan al sueño

aguas puras sin murmullo,

allí se duerme al arrullo

de una brisa sin rumor.

Soy melancólico sauce

que su ramaje doliente

inclina sobre la frente

que arrugara el padecer,

y aduerme al hombre y sus sienes

con fresco jugo rocía,

mientras el ala sombría

bate el olvido sobre él.

Soy la virgen misteriosa

de los últimos amores,

y ofrezco un lecho de flores

sin espinas ni dolor;

y amante, doy mi cariño

sin vanidad ni falsía;

no doy placer ni alegría,

 mas es eterno mi amor.

En mí la ciencia enmudece,

en mí concluye la duda,

y árida, clara y desnuda

 enseño yo la verdad;

y de la vida y la muerte

al sabio muestro el arcano,

cuando al fin abre mi mano

la puerta a la eternidad. . .

Y si se quiere más consuelo por parte de uno de nuestros mejores y menos comprendidos místicos cristianos, léanse estos párrafos que Castelar consagra a la Conmemoración que de la muerte hace la Iglesia católica en el día 2 de noviembre; párrafos que son un canto a la Ley de Analogía. en la que siempre están armónicamente conjugadas la muerte y la vida:

"Las hojas caen de las ramas y surgen de las sepulturas los muertos. Se van las golondrinas y vienen las almas. Por estos primeros días de noviembre llegan los difuntos al corazón y a la memoria, sentándose a una en torno del hogar para pedimos lágrimas como riego a sus huesos, oraciones como incienso a sus espíritus. La Naturaleza parece morirse también. Ha concluído la vendimia, y ni un racimo queda sobre los sarmientos desnudos; se han recogido y entrojado todas las cosechas, incluso los granos de maíz; el suelo está cubierto de amarillos despojos vegetales, empapados en humedad y combatidos por los cierzos; el cielo, a su vez, cubierto está de nubes también y de nieblas, que parecen la bayeta de un catafalco; pálido sol nos ilumina, despidiendo rayos semejantes a los inciertos centelleos fúnebres de un cirio mortuorio; en los aires, entristecidos, resuena el piar de las aves de paso, que nos envían su despedida elegíaca; no hay cigüeñas en la torre ni hay ruiseñores en la enramada, y, en medio de tanta tristeza, recuérdannos las campanas, doblando con sus fúnebres tañidos, que tenemos bajo nuestros pies el suelo formado del polvo de sacros esqueletos; sobre nuestro corazón, afectos con espíritus puros y sombras del otro mundo, los cuales afectos constituyen una religión; en la memoria, remembranzas continuas ligándonos con lo desconocido y con lo misterioso: en la sensibilidad, aspiraciones contradictorias, así a la eternidad como a la vida, y en el pensamiento, conjuros por cuya virtud y eficacia los muertos rasgan el sudario, rompen el ataúd, desvisten la mortaja, viniendo a confundirse con todos nosotros y a damos unas horas de solemne melancolía trágica y espiritual en esta prosaica comedia de costumbres que llamamos humana existencia. ¡Misterios y más misterios por todas partes! Y en estos misterios, encerrado así el comienzo de nuestra vida como la perdurable duración de nuestro ser, lo que habrá de pasarnos allende nuestro tránsito a la región de ultratumba. No queráis penetrar en el misterio: jamás se nos revelará. No llaméis a las losas del sepulcro: nadie os responderá. Renegar del misterio es como renegar de la noche. Un día eterno en el cielo, como una vida eterna en la tierra, nos incomunicarían el primero con la creación y la segunda con el Criador. Así como sin la negra noche no veríamos los soles innumerables, sin el obscuro misterio no veríamos las ideas religiosas. Cuántas veces al mirar las estrellas lejanísimas y ver que ni al pensamiento le es dado el salvar las distancias incalculables interpuestas entre ellas y nosotros, fortalecemos nuestra fe pensando que por los átomos químicos de nuestro cuerpo estamos unidos con los de todo el Universo! La estrella, pues, tiene innumerables relaciones con el cuerpo humano, a pesar de su alejamiento. Y lo mismo sucede con los muertos, pues cuanto pasa en el espacio, pasa también en el tiempo, filosóficamente sinónimos... Descendientes de todos los siglos, debemos identificarnos con todos los muertos, en la Humanidad y en la Historia. De aquí el culto universal a los que se fueron...

"Tememos a la muerte porque no la miramos de frente, porque nos hemos propuesto desconocerla y olvidarla entre las algazaras del mundo. Pero la muerte no mata; es, sí, un mero nacimiento a otra vida. Parece una descomposición, porque nunca brota el tallo sin descomponer la semilla; nunca el fruto sin secar la flor; nunca una forma nueva sin quebrantar, por lo menos, las formas de las que ha nacido en el crecimiento y progreso de todos los seres. Hay gusanos en el cadáver, pero ellos, al éter del amor divino, se tornan en mariposas del cielo. Si no hubiera muerte, no habría renovación. La tumba, mirada desde abajo, parece un pudridero; mirada desde arriba, una florescencia. El sepulcro, que tanto nos aterra, será mañana nuestra cuna. Mientras nosotros lloramos a un muerto, como la individualidad tan trabajosamente conseguida a través de la evolución no puede perderse jamás, ven otros un recién nacido, porque la vida es eterna. Y mientras haya dolor y haya muerte habrá religión, porque a las puertas del sepulcro se quedará inmóvil y callada la razón, y hablará el Verbo divino y abrirá sus alas a la luz la celestial e inspirada fe... La vida en que no caen, por el dolor, unas gotas de lágrimas es como uno de esos desiertos en los que no cae del firmamento una gota de agua; sólo engendran víboras. Si quitamos de la frente del obrero sus sudores; de las grandes causas, sus mártires; de la obra del artista, sus penas; del amor, sus tristezas y de la vida, en fin, ese fúnebre ciprés que se llama muerte, no habrá fe, pero tampoco habrá ni virtud, ni esperanza, ni poesía, ni belleza moral en el mundo, ya que todo lo grande nace del dolor y crece bajo el riego de las lágrimas...

"El culto de los muertos es rama principalísima en el árbol místico de la Religión. ¡Cuán poético el dogma profesado por los celtas, creyéndose por la noche seguidos de un espíritu que, sin amedrentarles lo más mínimo, les ampara cual una protección especial de la Naturaleza concentrada sobre sus hijos predilectos!... El toque de ánimas en las altas horas de una noche de invierno nos produce cierto escalofrío al roce de las alas de un espíritu, de un ser del otro mundo en nuestras sienes. El cirio gualdo en la tablilla negra; el pan colocado sobre la piedra sepulcral; la corona de siemprevivas, símbolo de la inmortalidad; el rezo fúnebre, todas estas fases y prendas en las liturgias mortuorias no son más que íntimas comunicaciones de los muertos con los vivos en el seno de la eternidad..."

Abundando en esperanzas nobilísimas de un más allá, el capítulo XLI del Eclesiástico describe admirablemente cómo la muerte es dulce o amarga, según el vivir del que la recibe, diciendo: "¡Oh muerte, cuán amarga es tu memoria para el hombre sosegado en el seno de sus riquezas, aquel a quien todas las cosas le salen a derechas y que goza de robusta salud; y, en cambio, cuán buena es tu sentencia para el hombre necesitado a quien le abandonan sus fuerzas, y a quien, decrépito y lleno de cuidados, llega a faltarle hasta la paciencia!...         ¡Jamás temáis, oh hombres, la sentencia de la muerte, antes bien, acordaos de lo que antes fué y de lo que después ha de venir!" Todo esto, por supuesto, está expresado, more musicale, en el poema sinfónico de Ricardo Strauss Muerte y Resurrección; poema que debe carecer de todo sentido para el positivismo.

Cuéntase que cuando el joven Alejandro vió embriagado a su padre, de resultas de un festín en que se celebraba anticipadamente el triunfo sobre los persas, hubo de decirle sarcástico:

                -¿Cómo pretendes pasar a conquistar el Asia, si no podrías trasladarte siquiera de una a otra cama?

                Eso mismo nos podemos decir hoy.

¿Cómo nos hacemos ilusiones de comunicarnos con otros seres inteligentes extraterrestres, si tenemos sin resolver antes el más elemental y apremiante de los problemas, el de la pretendida Muerte, que quizá nos sirve de vehículo de comunicación, y el de nuestros posibles destinos de ultratumba, que no serán sino la convivencia con aquéllos? ¿Acaso un vivir de meros cincuenta a ochenta años nos dá derecho para ponemos al habla con la Eterna Vida? No. Antes de comunicarnos con los seres inteligentes de otros astros, o del espacio mismo, nos es necesario, acaso, el matar en nuestros pechos ese temer a la muerte, causa ancestral de todas nuestras desdichas, y obstáculo el más serio que se ha opuesto siempre a nuestros progresos; porque con el temor a la muerte van indisolublemente unidos todos los demás temores: el temor al dolor, el temor al redentor esfuerzo y, sobre todo, ¡el temor a lo desconocido, que todo lo esteriliza!

Pero nada debemos temer; antes bien, consolémonos, diciendo también con Castelar (El Cementerio de Pisa): "Las maldades humanas jamás lograrán obscurecer en mi alma las verdades divinas. Como distingo el bien del mal, distingo la muerte de la inmortalidad. Yo me dejo aquí mi cuerpo como una armadura que me fatiga, para continuar mi infinita ascensión a las altas cimas, bañadas por la eterna luz". O como añade gallardo el diálogo entre Krishna y Arjuna, en el Bhagavad Gîta: "Si todo cuanto nace tiene que morir, todo cuanto muere renace indefinidamente; pero el Espíritu humano, en cambio, jamás puede ser muerto: el fuego no puede quemarle, el agua no puede anegarle, ni la espada herirle, porque es Eterno, Infinito, Inconmensurable, como aquella Divina Esencia de la que emanó..."

Los griegos, influídos por el mismo espíritu, hablaron siempre de la Anastasis, literalmente "levantamiento, resurgimiento, retorno o resurrección", es decir, la continuada existencia del alma a lo largo de las reencarnaciones o vidas físicas que en aquélla se ensartan como las cuentas en el hilo de un collar. Y era la tal creencia tan firme y universal entre los druidas y galos que, según Diodoro Sículo (11, 28), confiaban a las llamas mensajes para sus queridos muertos y, según Pomponio Mela (Cáp. 111) y Valerio Máximo (11, 6), admitían con la mayor naturalidad cuentas pagaderas. no en esta vida, sino en la futura, ad inferos, por aquella eterna sentencia de la antigüedad sabia de que la muerte era incapaz de separar lo que ya había unido la virtud. (Quod virtus juncit, mors non separat.)

Hoy, tras los horrores de la guerra mundial y tras la horrible noche del positivismo del siglo XIX, se vuelve a las mismas ideas del pasado en punto a la anastasis griega. Así Gastón Mora. en recien te artículo en El Diluvio, de Barcelona, nos habla del libro escrito por Sir Oliver J. Lodge, bajo el título de Raymond, o la Vida Y la Muerte. Sobre ello dice el articulista:

"Toda la Prensa inglesa se ocupó en la crítica del libro. Sus ediciones llegaron a centenares de miles de ejemplares. Un periódico las estimó en más de un millón, Es posible que ningún otro libro, escrito originariamente en inglés, haya tenido éxito tan prodigioso. Su autor es Sir Oliver J. Lodge, que figura, por sus talentos. en la brillante constelación formada por los Spencer, los Darwin, los Russell-Wallace, y los Myers, Además de Raymond, o Vida o Muerte, se le deben otras obras, denominadas: Problemas modernos, La sustancia de la fe aliada con la ciencia, El hombre y el Universo, La supervivencia del hombre, La raza y la creencia, la Guerra después. Sir Oliver J. Lodge sufrió la pérdida de su hijo Raymond, ingeniero mecánico; graduado de la Universidad de Birmingham. A su muerte dedicó el gran periódico The Times una sentida y muy expresiva necrología. El bondadoso padre sobrellevó el golpe con resignación patriótica. Murió su hijo gloriosamente, cumpliendo con su deber; murió por su patria, por la vieja y libre Inglaterra. Está bien. Pero ¿todo habría sido aniquilado en Raymond? ¿No quedaría de él más que el recuerdo en la mente y en el corazón de los que le amaron en vida, de sus padres, de sus hermanos, de sus amigos y antiguos condiscípulos?

Sir Oliver J. Lodge, que es hombre de ciencia y hombre de fe; que es un creyente, un convencido espiritualista, no creyó nunca que con la muerte de Raymond hubiera desaparecido lo mejor de éste, que era su alma. La muerte destruyó, aniquiló la envoltura, el cuerpo del noble y valeroso muchacho: mas no destruyó su alma. La muerte para el sabio inglés no es otra cosa que una transformación; la puerta que se abre sobre el mundo invisible de los espíritus, que son las almas desencarnadas, liberadas por la muerte. Para él, todo lo que vive, vive siempre. Y vive el alma, después de la muerte, y en determinadas condiciones puede comunicarse y se comunica con los humanos.

"Estoy tan persuadido, dice, de la continuación de la existencia del otro lado de la muerte (on the other side of death), como lo estoy de la existencia de aquí'" Más de treinta años de estudio lo han llevado gradualmente a la convicción de que no sólo es un hecho la persistente existencia individual, sino que también, bajo determinadas condiciones, es posible la comunicación entre los que fueron y los que aún están vivos. Si los seres humanos que se han ido pueden comunicarse con nosotros, pueden aconsejarnos y ayudarnos, pueden tener influencia sobre nuestras acciones, es claro que las puertas están abiertas para un intercambio de riqueza espiritual más allá de cuanto todavía nos hemos imaginado... Aprendamos, pues, por el testimonio de la experiencia. Sea la nuestra propia -sea la de los otros-, que aquellos que han sido, todavía son; que ellos nos cuidan y nos ayudan; que ellos también están trabajando y esperando, progresando y aprendiendo'"

¿Qué es, en efecto, la muerte?

                Físicamente, es el acto de cesar la coordinación orgánica humana, y de formarse a costa del cuerpo que se dice nuestro, una multitud de organismos inferiores, hasta el límite natural de los componentes minerales de ése, agua, anhídrido carbónico, etc., etc., que así se preparan para integrarse en nuevas organizaciones. Metafísicamente, la muerte es mucho más, a saber: la caída, la cesación de las actividades del ser que se dice muerto en un estado de latencia, inanición y atonía, diametralmente opuesto al estado de actividad que hasta entonces le caracterizó. Por eso, a los ojos de nuestro método analógico-simbólico, la noción de muerte frente a la de vida, es equiparable u homóloga a todas las demás nociones de negación, noche, tiniebla, reposo, latencia, pasividad, etc., etc., y, como todas ellas, no tiene, pues, otra realidad que la que le dan los conceptos opuestos y anteriores de afirmación, día, luz, actividad, estado radiante, movimiento, etc., etc.

Porque conviene no olvidarlo nunca. Todas las concepciones de nuestra mente, como limitadas, presuponen, en su afirmación, el concepto negativo contrario que les da tonalidad y relieve por su contraste y sin el cual nos sería absolutamente imposible el realizarlas. ¿Qué cuadro cabe hacer, por ejemplo, sin sombras? ¿Qué vida se concibe sin la concomitante destrucción de otras vidas? Por eso, a Saturno, el prototipo simbólico de la serie de sucesiones a las que denominamos vivir, se le representó antaño devorando hasta sus propios hijos, es decir, destruyendo lo que antes creó para reconstruirlo, como en la famosísima tríada brahmánica primitiva, a la que antes aludimos.

El fenómeno de la muerte, pues, como todos los conceptos negativos, puede estudiarse abstracta o metafísicamente, a título de cualquiera de estos otros homólogos, el de los estados latente y radiante de la Física. Con ello sólo, caeremos bien pronto en la cuenta de que la vida y la muerte no son sino los dos casos conjugados de manifestación y de entropía, únicos posibles en dicha ciencia.

Un cuerpo cualquiera, por ejemplo, recibe la acción energética de un foco calorífico conocido o desconocido, y se calienta, es decir, empieza a irradiar hacia el espacio que le rodea una parte mayor o menor de la energía calorífica que sobre él actúa. Pero, al propio tiempo, un nuevo fenómeno contradictor de esta emisión calorífica empieza a mostrarse desde el primer momento, porque el calor irradiado llega a transformarse en luz, en electricidad o en cualquiera otra forma de movimiento. Aquella actividad inicial, por tanto, empieza a morir como tal calor, y empieza a vivir en nuevas formas energéticas sucedáneas. Shiva, valga la frase, empieza a destruir calor para que Brahmâ a su vez cree la luz u otra de las mil nacientes formas de energía, dentro de la Ley de Vishnú, Verbo o Logos cósmico, que hace que nada en verdad se cree ni nada se destruya a lo largo del cosmorama sin fin, al que llamamos existencia manifestada, emanada del insondable seno de lo oculto...

Ahora bien; si nosotros no conociésemos sino el calor, y no las demás fuerzas físicas con el calor conjugadas por leyes de reciprocidad y reversibilidad las más perfectas, diríamos que el calor moría, sin poder alcanzar al hecho total, más verdadero, de que en efecto moría, pero sólo para transformarse en otras actividades vitales, temporalmente vedadas a nuestro conocimiento de entonces, pero perfectamente claras desde el día en que un conocimiento superior nos permitiese -como hoy ya podemos- ensanchar el radio de nuestra mera ciencia "calorífica" en el seno de una ciencia más alta, en la que el calor no fuera sino una parte de otras generales y recíprocas energías, luz, electricidad, rayos X, etc., etc.; en una palabra, que conociésemos la Metafísica del calor; es decir, nuestra actual ciencia de la Física, ciencia que respecto de aquella otra tan parcial y deficiente, no constituiría sino una hermosa y efectiva meta, alcanzable más o menos pronto -como hoy ya la hemos alcanzado con nuestro esfuerzo científico.

Aquí está todo el nudo de la cuestión de la Muerte, tan temida, y aquí está toda su gran mentira maldita, de la que puede libertarnos una concepción más perfecta acerca de lo que es, en verdad, el Hombre, hasta aquí confundido, por los vulgares y los perversos, con ese débil organismo animal o cuerpo físico, por el cual se manifiesta el Hombre en este mundo tridimensional, cárcel efectiva de las raudas posibilidades indefinidas, que el estudio de las "ene dimensiones" descubre, según llevamos dicho.

Si dentro de cada uno de los días de nuestra vida tuviéramos tan limitada nuestra ciencia y nuestra conciencia que no alcanzásemos a ver más allá, ni en las realidades del día anterior -"que ya pasó al reino de Shiva"-, ni de las realidades del día que va a seguir, surgiendo del seno de Brahmâ -"en el que a la sazón yace en germen lo que va a nacer"-, en el momento de dormimos llegaríamos a sentir terrores semejantes a los actuales de la aproximación de la muerte. - ¡Ahí es nada -nos diríamos, escépticos-, Caer en la inconsciencia, en las tinieblas del no ser, en el misterio de lo que ignoramos, sin tener experiencia cierta ni de días anteriores, ni de días futuros! Y un tal lenguaje, dentro del materialismo de radio corto imaginado que no ve más allá de aquel ¡único! día, resultaría no menos lógico y positivo que lo que hoy pueda parecemos nuestro estotro materialismo, que no va más allá hoy del radio cretino de ese día fugaz de nuestra vida física.

Otro tanto que del día podríamos decir analógicamente del año y de otros ciclos tales como el de la impubertad y la pubertad; hasta llegar al ciclo máximo del escepticismo actual, cuyo radio es el de repetidas vidas físicas.

El problema, así planteado analógicamente, no es sino el ya debatido del método analógico mismo, y la solución forzosamente tiene que ser la misma también; la que podemos expresar así: "Con la concepción, nacemos en el mundo materno, mundo en el que, por cierto, vivimos un tiempo igual al que Venus -el simbólico planeta del Amor- emplea en cerrar su año o su órbita. Morimos luego para ese mundo materno en el mismo instante en que nacemos para este mundo físico, y todo el tiempo que en este último mundo vivimos no es sino un continuo ciclo de muertes y vidas, pues que morimos con el día, restaurándonos en "su noche, de aparente inconsciencia física", para renacer vigorosos al siguiente día; morimos y renacemos con la lunación en que el astro de las noches cierra su ciclo vital iluminativo; morimos y renacemos más ampliamente con el año, como muere y renace toda la Naturaleza... ¿Por qué, pues, no ha de seguir semejante serie de unidades matemáticonaturales de diferentes órdenes, si la serie de los números, repetimos, es indefinida?

Con esto sólo -digámoslo en términos de juristas-, las respectivas posiciones de los que niegan y de los que afirmamos la existencia de la otra o "las otras" vidas, se cambian por completo en la contienda. Nosotros, en efecto, como "demandantes", como "afirmadores", estamos obligados, es cierto, a probar con hechos, ante el tribunal del buen sentido, semejante realidad de ultratumba, cosa que la muerte se encargará de revelar, pero con sólo demostrar, como creemos haber demostrado, la necesidad lógica del método científico al que llamamos analógico, y a más la existencia de la "muerte y la renovación sucesiva de la conciencia" a lo largo de otros ciclos de menos radio, pero analógicamente idénticos entre sí, hemos comprobado que tales nacimientos, muertes y renacimientos de la conciencia psicológica siguen una perfecta ley de seriación cíclica a la manera de las unidades matemáticas de los diferentes órdenes. Desde un instante tal, son los positivistas los que tienen que demostramos, en cambio, que fuera de esa ley matemática serial a la que hemos llegado, y que responde siempre confirmando nuestros cálculos en eclipses, etc., existe algo, y que este algo, no demostrado, es lo que rige al mundo.

Seguir por esta senda positivamente demostradora nos sería cosa fácil, pero nuestra conciencia misma protesta indignada de tan profano proceder nuestro; ¿a qué demostrar, en efecto, la luz a los ciegos, transgrediendo aquel divino precepto evangélico relativo a "los tesoros del Reino de Dios"?

Dejemos, pues, su cretino mundo a los escasos positivistas que van quedando después de la mundial catástrofe, y oigamos siempre a los sabios del pasado y a los poetas.

                Uno de éstos, el ático Enrique Gómez Carrillo, nos dice, hablando de las estelas del Cerámico:

"En las claras tardes de Atenas, cuando las cimas armoniosas del Himeto comienzan a perderse en el profundo azul del crepúsculo, no hay sitio ninguno de peregrinaciones apasionadas que atraiga con tanto poder como el antiguo cementerio del Cerámico. Entre las estelas de mármol conservadas intactas por milagro, toda la dulce filosofía de los paganos áticos conviértese en una visible lección de consoladora realidad.

"La muerte, la intrusa muerte, que en otros camposantos nos llena de angustia; la muerte, que antes había sido la obsesión dolorosa del Egipto; la muerte, que más tarde ha de bailar ante la Edad Media medrosa su danza macabra; la muerte, que en todas partes se presenta descarnada, carcomida, gesticulante; la muerte, espantosa e implacable, aquí, en la Atenas de Palas, apenas nos sugiere, con su grave aspecto de bella dama velada, una respetuosa melancolía. Las inscripciones que grabaron los poetas en las piedras no lloran casi nunca, y, cuando lloran, es sin gemir ni desesperarse. "Aquí yace un hombre que se va del mundo lo mismo que vino" -dice un epitafio-. Y mejor que las letras, las figuras de los relieves hablan, al que pasa, de resignación tranquila. "Detente, viajero -murmura cada estela-, y contempla la última jornada de la vida." Los muertos, en efecto, no son sino los supremos viajeros que se ausentan para no volver. A cada momento vemos aparecer a Carón, impasible en su actitud algo desdeñosa y algo fatigada. Su barca tiene en la proa un ojo abierto ante el infinito. Los que han de atravesar el Aqueronte se embarcan sin repugnancia siempre, y a veces sin dolor, y a veces con alegría. "Triste servidor de Plutón -dice el Diógenes de Leónidas de Tarento-, recíbeme en tu esquife, aunque ya esté cargado de sombras: lo que llevo como equipaje es mi lámpara y mi frasco de aceite." Los que se embarcan entristecidos no sienten temores tenebrosos de un más allá de misterio. Lo único que los apena es tener que renunciar a la vida y a sus placeres. Entre los epigramas funerarios de la "Antología", que forman como un cementerio ideal, con tumbas de los cinco grandes siglos griegos, hay epitafios que ríen y epitafios que lloran; pero no epitafios desesperados. "La espera de la muerte -dice Pablo- es una dolorosa ansiedad, de la cual sólo la misma muerte nos libra. No lloremos, pues, a quien sale de la vida, ya que después de la tumba no hay sufrimiento ninguno. El sufrimiento está en abandonar lo que se ama. Mas esto mismo tiene su dulzura. En el "Reproche a Mimnermo", Solón dice: "¡Que la muerte no venga sin hacer derramar algunas lágrimas, y que mis amigos, al verme partir, se entristezcan con tristeza majestuosa, tranquila, digna!"

"En una estela célebre de este cementerio ateniense, vemos a un ciudadano que dice el adiós último a su familia. Con ademán grave estrecha la mano de su esposa. En su rostro hay una melancolía inmensa. "Es indispensable", parece murmurar. En otra estela, hacia la cual los guías conducen siempre al viajero, vemos a Hegeso, hija de Proxenos, contemplando con amargura el cofre que guarda sus joyas. En sus labios hay una sonrisa de cruel resignación. Otra mujer, la bella Korallion, se despide de su esposo y de su hijo. Con sus pálidas manos acaricia a esos dos seres, que para ella representan toda la ventura humana. Sus labios no exhalan la menor queja. Entre los que componen el grupo, ella parece la menos impresionada por la fatalidad de su propio destino. En otra estela, un bajorrelieve nos hace ver que aquellos que mueren gloriosamente merecen ser admirados aún más allá de la tumba. "Este es Dexileos de Thorikos, hijo de Lisanias, que merece el nombre de héroe", dice el epitafio. Y la escultura nos presenta al joven guerrero en el momento en que vence a un enemigo. Es el único momento que los amigos quieren recordar. En cuanto al otro combate, en que la suerte le fué adversa, ¿para qué evocado en una piedra de gloria? El mismo artista que esculpió ese relieve, yace, algunos pasos más lejos, bajo otra estela magnífica, en la que un compañero lo ha inmortalizado, contemplando a la Parca inexorable con la más fría curiosidad. "¡Ah!, parece decide, ¿eres tú?" y su noble indiferencia inspira al poeta Agatias el epitafio que todos conocemos: "¿Por qué temer la muerte, que, lejos de hacer mal, pone un término a los dolores y a todas las pobrezas? No viene sino una vez a visitamos, y jamás mortal la recibió dos veces." A cada paso, en la ciudad de las sombras, la voz que canta el último canto tórnase ligera, sin dejar de ser melancólica. Desde que alguien deja de existir, los organizadores de la ceremonia luctual acuden en el orden en que un anónimo alfarero, contemporáneo del gran Alcibíades, los ha pintado en el ánfora de Arquemoros. El cadáver estátendido en un "kliné", bajo un parasol que sostiene una esclava. Otra esclava corona de rosas la cabeza inmóvil, y perfuma los brazos inertes. A los pies del lecho detiénese el poeta que va a componer el epitafio. Su rostro jovial hace ver que los doctos exámetros no serán ni muy tristes ni muy numerosos. Con decir: "Detente, caminante; aquí yace un joven que murió a la edad en que otros nacen a la vida del placer", estará terminada su lírica tarea. De lo que se trata es de emplear las formas de Hesiodo y los epítetos de Mimnermo...

"Los que enseñan el desprecio o el odio de la existencia están considerados como locos peligrosos. Los griegos los llaman "pisithanates" o consejeros de la muerte. Y aconsejar el abandono de la bella vida es un absurdo, es un crimen. El Estado, que no puede tolerar tal crimen, h3ce cerrar la escuela en la cual Hegesías el taciturno predica un evangelio que conduce hacia el suicidio. Y el suicidio es una locura, es la peor de las locuras. Los que han atravesado el Aqueronte lo saben, puesto que eternamente suspiran por el mundo perdido. En los dominios de Hades, la nostalgia es un mal frecuente. Los héroes mismos tienen nostalgias. Cuando Ulises felicita a Aquiles en los Campos Elíseos, el vencedor de Héctor exclama: "¡Generoso amigo, tus palabras son vanas, y en mi ánima te juro que más me gustaría ser mercenario del labrador miserable que apenas puede comer el producto de su campo que reinar como tirano absoluto en este pueblo de sombras!" La serenidad helénica es una forma de la resignación. Mientras los hombres pueden combatir por conservar la vida, lo hacen desesperadamente. Y si, cuando sucumben, no se rebelan contra la suerte ni se crispan ante la fatalidad, es porque quieren morir en belleza. No teniendo un infierno lleno de tormentos ni esperando un paraíso con goces inefables, desconocen las angustias y los éxtasis. de otras razas. Después de respirar por última vez, el ser completo desaparece. El alma que queda viva, el alma inmortal, no es sino un símbolo para poetas y escultores, un símbolo que lo mismo aparece enterrado con el cuerpo que llevando una vida libre; una cosilla alada que perpetúa al que dejó de existir, conservando su forma, su traje, sus armas, algo como una disminución ligera de la materia a veces, y a veces una pura sombra que se pierde en el espacio infinito. Lo que ha de ser de esta sustancia en un vago más allá no preocupa a nadie, como no sea a los retóricos que discuten interminablemente bajo los pórticos, y que dan al problema tanta importancia como 11 la propiedad de un epíteto homérico. En su carta a Meneceo, Epicuro dice: "Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, pues todo bien y todo mal reside en el poder de sentir, y la muerte nos priva de ese poder. Así, este conocimiento recto de que la muerte no es nada para nosotros hace que el carácter mortal de la vida no nos impida gozarla, y esto no colocando ante nosotros la perspectiva de un tiempo indefinido, sino quitándonos el deseo de la inmortalidad," La concepción del más allá, tal como existe en el mundo cristiano, tan imbuido de la vida eterna del alma, no quita el sueño a ningún griego."

Pero si, como se ve, a ningún griego, dentro del escepticismo característico de la decadencia espiritual del siglo mismo de Pericles, le quitó nunca el sueño el problema de la muerte, a iniciados como San Pablo les llevó a algo mucho más glorioso, o sea "a matar a la muerte misma", asentando sobre firmísimas bases filosóficas el sublime problema de la resurrección, según veremos en el siguiente capítulo.

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