CAPÍTULO OCTAVO

Los sistemas de cura conocidos y sus consecuencias

Ya describimos suficientemente el uso del incienso y esencias en la vida religiosa de los pueblos, pero sólo ligeramente dijimos que esos mismos productos son empleados como remedio.

Podríamos ahora, bajo el aspecto de la historia de la civilización, alargar la materia y agregar, aquí y allí, muchas cosas interesantes y explicarlas. Sin embargo, la idea de este libro no es sólo, documentar la osmoterapia en la literatura religiosa antigua, sino es establecer hoy las posibilidades de valorizar la utilización y realización de los olores y perfumes en la curación de los hombres.

Se nos presenta, irremisiblemente, una pregunta: “¿En este asunto, vale la pena presentar algo nuevo? ¿No estamos saturados de sistemas y medicinas?”

Cuando examinamos el laberinto de las medicinas en el que anualmente se abren cuatro o cinco brechas, medicinas que aparecen a veces como simple moda y que luego desaparecen, la frecuencia de tales novedades suscita, naturalmente, dudas. Se dirá: “ya esperábamos con alguna certeza esta otra, que alguien se propusiera curar a los hombres con perfumes y sahumerios”. “Ya hemos tolerado resignados la cura de agua fría del Padre Kneipp, al espiritista Weisenberg con su queso blanco, la cura por medio del “torrente del vientre” y otras; “pero ya es de más el tener una cura por aspiraciones, defumaciones, perfumes curativos, etc., cosas que entran en el terreno del lujo, de los muestrarios de los peluqueras e institutos de belleza”.

Nos permitimos rogar al lector que tenga paciencia con este libro y no emita su juicio hasta el final, sobre todo si abandonó un consultorio médico sin obtener la cura deseada. La Osmoterapia vendrá a ser algo especial, principalmente legítima, que ha tenido por padrinos el entendimiento humano, la razón y la lógica, pues es una herencia tradicional que estamos obligados a propagar hoy en gran escala a todo el mundo.

En todo momento se presentan personas que sienten y perciben fuertemente, aun cuando no todo, fuerzas y corrientes invisibles a nuestra corta vista. Goethe, por ejemplo, trata en su “Fausto” de todas esas cosas y tiempo ha de venir en que se vuelva también a la comprensión de su teoría de los colores.

Vean el gran descubrimiento del día: “la radio”. Cuando conversamos todas estas cosas con personas ligadas íntima y sensiblemente con la naturaleza ya sean navegantes del mar o del aire, comprendemos entonces la frase de Shakespeare, puesta en boca de Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra que en tu vana filosofía.” Pasma oír cómo debate la gente sobre cosas que aun son tan secretas. En los últimos años hemos aprendido a ver muchas cosas de los salvajes con otros ojos y a no rechazar lo no probado como supersticiones, sino probar y al contrarío, investigar, escudriñar y aplicar los viejos sistemas y procesos ajustándolos a los actuales. Nos quedan siempre dudas; buscar, para esclarecerlas, nuevas rutas es nuestro deber.

Al dejar, recientemente formada, la Facultad de Medicina, ¡Dios sabe lo que supuse!; pero luego después en la clínica, busqué con mi ignorancia y encontré otros maestros entre los aborígenes de la América Latina. Fue mi camino.

Esos indios no habían perdido el contacto con la naturaleza, con el cosmos, el todo y los hombres; sabían observar a los animales, Los perros y los gatos, nuestros animales domésticos, cuando enferman, aunque por su constitución interna sean carnívoros, buscan hierbas, plantas, para curarse. ¡Qué instinto tan admirable, tan maravilloso! Los indios, desde tiempo muy antiguo, hacen algo parecido; pero así como en los animales es el instinto quien los mueve, en los hombres es la intuición.

Aquellos pueblos primitivos tenían templos y colegios regidos por sabios sacerdotes, los cuales hicieron estudios admirables en botánica; comprobando que no sólo es la raíz, el tallo, las hojas, sino también la flor y el fruto, los que tienen propiedades curativas. En el perfume extraído de la flor y del fruto de las plantas se sintetizan todos los valores curativos de las mismas.

Dirá el lector: ¿Pero tenemos necesidad de regresar a tiempos milenarios, a los conocimientos y usos de los indios? ¿No tenemos hoy día cosas muy superiores?

TENGAMOS PACIENCIA Y VEAMOS. - Examinemos más de cerca los sistemas de cura conocidos. Tenemos, desde luego, la alopatía, medicina oficial elevada por sus especialistas a un altar de infalibilidad, ¿Quién no ha visto, sin embargo, a la cabecera de un ser querido enfermo todas las fallas de esa ciencia humana? Basta con leer la crítica de un Bernard Shaw, tijera que recorta los tejidos de la opinión médica oficial.

Allí se ve cuán débil es todo aquello y escarnece en forma más venenosa que Moliere. O bien recordemos la desastrosa vacunación de niños en Lübeck y nos horrorizaremos de ese experimento desgraciado. Es verdad que a veces aparecen en la medicina oficial innovaciones como el psicoanálisis del Profesor Freud, de Viena, o las de sus discípulos Adler, Jung y otros, que más tarde se desligaron de las ideas de Freud. Nosotros mismos refutamos al Profesor Freud y lo rebatimos fuertemente, aunque en verdad él mostró una ruta en la que considera lo psíquico y lo parapsíquico. Fuera de eso, todo se mueve en grosera base material, tratan, más o menos, al organismo como máquina impelida por energías e intentan actuar casi siempre químicamente en el grosero cuerpo material.

El triunfo todavía en la medicina oficial es generalmente empírismo que dice: el remedio, si hizo bien a Juan, debe servir también a Pedro y Federico. Nadie piensa que muchas veces, las naturalezas de Pedro y Federico son fundamentalmente distintas de la de Juan.

Hipócrates, padre de la medicina, pregonaba esta fórmula: “Natura sanat, medicus curat.” Y así es, la naturaleza sana a los hombres con sus medios; es preciso, pues, estimular la naturaleza, influirla favorablemente si quiere obtener la salud. Por naturaleza entiéndese, pues, cierta fuerza inherente al cuerpo que no sólo actúa repeliendo las molestias, sino también curando. Todo impulso o reacción es fuerza curativa natural.

Más tarde volveremos sobre esto.

Por de pronto no nos satisface la alopatía reinante mientras emplea venenos, pero la respetamos, porque admite esa fuerza curativa propia del organismo.

Al lado de la alopatía tenemos entre los sistemas curativos más conocidos, la homeopatía. Su descubridor, Hahnemann, tuvo la idea de que algo debía haber dentro de nosotros, una naturaleza, una energía sanativa provocadora como reflejo, de síntomas mórbidos. Le vino después la idea genial de hacer actuar primero en un cuerpo sano los medicamentos, extractos vegetales o substancias minerales, tal como los emplea la alopatía. Después, si provocan los mismos síntomas de la enfermedad, los incorpora a su tesoro terapéutico. Él los describe como una especie de medios excitantes de la naturaleza íntima de las personas. Los homeópatas piensan que para obtener tal excitación no hay necesidad de suministrar el remedio en dosis excesiva, maciza, al contrario, siendo esa fuerza curativa su-tilísima en los actuantes, hacen mejor las dinamizaciones decimales, centesimales y aún más altas, infinitesimales.

Convengamos, pues, en que ambos procesos curativos tienen, de común, el empleo de extractos vegetales y ambos desarrollan una fuerza medicinal interna. La diferencia consiste, apenas, en la cantidad de droga suministrada. La homeopatía, como la alopatía, admite la fuerza curativa propia del organismo y por eso también la respetamos. La homeopatía es más sutilizante; y aquí por de pronto nos asalta una idea: “¿No sería posible sutilizar tal vez aún más esas cantidades hasta la forma de un gas o emanación?” Eso, homeopática¬mente, es concluyente.

Vamos a los naturistas.

Los médicos naturistas, por lo general de pocos conocimientos, toman en cuenta, ante todo, esa fuerza natural y dicen: “Si existe tal fuerza o agente físico, es muy posible activarla o excitarla también por medios físicos.” Y para ello se valieron del sol, de la luz, del aire, del agua fría o caliente, de la electricidad, de los masajes y de otros agentes, como factores medicinales.

Sería preciso un capítulo especial para mostrar cuán perjudicial es a veces infundir calor al cuerpo por medio de chorros de agua fría. Con masajes exagerados, quemaduras de la piel con los baños de sol y procesos eléctricos mal aplicados, esa terapéutica se ha tornado en un peligro general.

Los sistematistas principales, como Kneipp y otros, no menosprecian las plantas medicinales; al contrario, recomiendan una serie de test para ayudar a sus procedimientos. También concuerdan con las ideas de ellos el empleo de las plantas y dentro de la naturaleza íntima ven las propias fuerzas inherentes al cuerpo, el principio capaz de efectuar la curación. Los purgantes de Kneipp han producido, mediante los áloes, dolores de estómago y trastornos intestinales.

¿Y los magnetizadores, tan populares en Esta¬dos Unidos y Alemania?

Con Mesmer surgió una nueva idea. Él, como primer magnetizador, decía: “Sí el hombre posee esa fuerza curativa interna, ella sólo puede ser de naturaleza espiritual magnética y es evidentemente transmisible de hombre a hombre.” Concibió él una especie de rayos N, una especie de “od” a lo Reichenbach, y pensó: “Si en un paciente no es suficiente su fuerza magnética interior curativa para salvarlo, debe tomarla él prestada de otro que le transmita algo de su fuerza medicinal.”

Los magneópatas creen poder alegar que poseen fuerza como los acumuladores de la que nos podemos proveer.

Veamos el peligro de este sistema. Hay hombres conocidos como “portabacilos”, es decir, personas que en sí y para sí enteramente sanas llevan en la nariz, en la garganta o en otra parte, bacilos peligrosos para terceros con quienes ellas tienen contacto íntimo, principalmente si éstas son más sensibles que ellas. Se conocen casos de magnetizadores portabacilos que han sido causa de tremendas desgracias. ¿Quién nos asegura que no podarnos caer en manos de tan nocivas criaturas? Ya que en todos los centros espiritistas dan fases que Pueden constituir un peligro.

También los magnetizadores están de acuerdo sobre esa fuerza curativa o natural inherente al cuerpo. Algunos de ellos no se convencen de esa provisión y dicen que cada persona lleva en sí, por naturaleza, la fuerza curativa necesaria. Que ésta debe ser dirigida, o mejor dicho, comandada, ya sea por el paciente, ya por otra persona. Por fin se ven los hipnotizadores y frente a ellos los partidarios de la autosugestión. Ambos tienen de común el creer que tal fuerza curativa se halla en el subconsciente. Sobre todo Coué, que es en este campo el precursor, alcanzó un éxito colosal, El psicoanálisis de Freud gira sobre este mismo plano. Hasta los “Gesundbeter”, como partidarios de la “Ciencia Cristiana” no conocen otra cosa y llaman a esa fuerza “Dios”.

Es de suponer que con tantos sistemas y escuelas rivales no habría de haber enfermos. Para simplificar las cosas bien podían acordar en cualquier sistema ecléctico. Nada de eso. Aquí también parece imperar la máxima: “¿Para qué simplificar una cosa, sí aun cuando todavía complicada, marcha a pesar de toda?”

Recientemente se recomendaban toda clase de panaceas que hacían recordar a la “panacea mercurialis” de los alquimistas, y con ellas se cometen muchas imposturas y desórdenes. No obstante, no todo en ellas es falso.

Existen, puede decirse hasta cierto punto, ciertos curalotodo; de entre ellos, sólo a título de curiosidad, quiero mencionar dos. Uno de ellos es la miel de abejas y su principal elemento el azúcar.

La miel, ese verdadero preparado de los dioses, puede curar infinitas dolencias, pues encierra elementos valiosísimos, ya que las abejas saben extraer de los cálices de las flores las infinitamente pequeñas y sutilisimas substancias curativas y esenciales. Naturalmente, que el éxito medicinal de la miel depende directamente de la región de donde proviene el panal. Igualmente de eso depende el color, el olor y la calidad. La miel del valle de Luxemburgo difiere mucho en valor de la de las grandes haciendas de Costa Rica. Hay muchas veces plantas venenosas en las cercanías de la colmena. Eso puede influir desfavorablemente en la calidad de la miel, del mismo modo que influye la clase o especie de abejas.

Todos saben lo sana y nutritiva que es una buena miel de abejas, porque su principal componente, el azúcar, es un elemento básico nutritivo y curativo. Sí, es de los mejores remedios y es lástima que muchas personas lo ignoren. Con el azúcar puédense obtener maravillosas curas de la vejiga y del riñón. Para tales molestias receté hasta una libra de ese alimento con excelente resultado.

Es también un remedio excepcional contra la fiebre. A estos enfermos no se les debería prohibir jamás jarabes o limonadas con azúcar, pues el azúcar es fácilmente digerible, influye favorablemente en el curso de la temperatura y provee, además, de las calorías necesarias.

Aún más, el azúcar fortalece la resistencia del sistema nervioso y actúa calmándolo; no hay inconveniente, por lo tanto, para satisfacer la constante exigencia de los niños por ese dulce alimento. El azúcar, siendo un remedio tan sencillo, es casi desconocido en su acción contra las picaduras de insectos, de las que impide la hinchazón y evita la comezón.

En las grandes heridas, tajos en las piernas, incisiones profundas, hace mucho bien, actuando con gran rapidez y casi siempre mejor que cualquier otro curativo por más cuidadoso que sea. Tal acción se explica si se sabe que toda herida sana por medio de una secreción propia y que esa secreción descompone el azúcar en alcohol y gas carbónico; y que los dos impiden el desarrollo de las bacterias. Además, hace que las ligaduras no sean renovadas muy seguido, cosa que, aun cuando algo antihigiénico, favorece más la cicatrización, pues la herida no se ve privada con tanta frecuencia de su humor curativo. Dejando el emplasto de azúcar durante una semana sobre la herida, es segura la obtención de una pronta curación. Miel y azúcar no hacen más que activar la fuerza curativa propia del organismo.

Podríamos seguir con otros sistemas: cura por el agua de mar, cambio de clima, etc., y decir a los colegas que no desprecien estas cosas sencillas, al contrario deben probar todo lo que puede ser útil, inclusive los olores.

Pero vamos a lo que nos interesa, Probamos que los principales sistemas terapéuticos se valen de plantas medicinales y que tales procesos tienen la pretensión de constituir la historia de la medicina. Ya vimos que los pueblos primitivos se sirvieron de tales plantas.

Para todas las medicinas hay que tener en cuenta que existe un síntoma que denominaremos idiosincrasia. Se trata de una hipersensibilidad del organismo ante ciertas substancias. Varias personas después de usar ciertas hierbas medicinales, o bien fresas, camarones y otras cosas, se ven acometidas por la urticaria, que a veces llega a producir serios trastornos. Otros, en cambio, permanecen indemnes a tales influencias. Eso quiere decir que lo que a unos hace daño es útil y favorable a otros. Por otro lado, sabemos que hay gran cantidad de plantas venenosas que aun tomadas en pequeñas proporciones acarrean desastres y a veces la muerte. Eso nos impele a rechazar la alopatía y a colocarnos, de preferencia, al lado de la homeopatía que sólo receta dosis innocuas, aunque no resuelva to¬das nuestras exigencias. Volveremos sobre esto al hablar de las enfermedades alérgicas.

Cabe preguntar ahora si al entrar los medicamentos al estómago éste no separa las substancias químicas, haciéndolas ineficaces. Es por eso por lo que estamos obligados a buscar nuevos caminos que nos proporcionen substancias más sutiles todavía y posiblemente más activas. Este nuevo método es la “Osmoterapia”, la curación por medio de esencias odoríferas.

Antes de entrar nuevamente en la historia directamente relacionada con las perfumaciones, quiero recordar el sistema curativo por medio de las plantas tal cual lo presenta Paracelso y que tan admirablemente nos transmitió el médico doctor Kart Zimpel, allá por el año 186º en su terapéutica espagírica.

En el tiempo en que todavía estaban fundidas la medicina y la religión, se sabía que casi todas las plantas son más o menos venenosas y que contienen substancias vítalizantes. Esto es: que cada planta posee algo nocivo, pero, al mismo tiempo, algo curativo y benéfico.

La misión de nuestros químicos sería entonces separar lo bueno de lo malo. Eso se llama “ars spagyríca” o de Paracelso. Los sabios de la antigüedad no publicaban estos secretos, No había entonces registro de patentes que los protegiese. Tampoco querían que un sistema elaborado con tanto celo y cuidado, fuese a perderse en el futuro. Por eso se lo transmitían a ciertas sociedades que entonces, para las nuevas generaciones de médicos, representaban coma una universidad. Como hemos visto, la tradición de esas ciencias se remonta a los misterios egipcios y griegos y se completa con las investigaciones del autor de este libro en el ámbito de los misterios toltecas, mayas e incas, en cuanto se refiere a medicina.

En nuestras investigaciones arqueológicas, cuando visitamos excavaciones y museos, nos encontramos con la indubitable prueba de que los hombres prehistóricos no desconocían, ni mucho menos, las enfermedades.

En algunos jarrones que nos quedan del tiempo de los Incas podemos ver dibujos de hombres afectados de diversas dolencias: parálisis, abscesos. Interesantes son los “Etwín Smith papírus”, que se remontan a 1500 y a 3000 años antes de Jesucristo, En México, como dejamos anotado en otro capítulo de la obra, existía una divinidad de la sítilis. Cirujanos primitivos tenían que extraer astillas y flechas; y ya se sabe con qué éxito llegaron a aplicar una especie de prótesis rudimentaria en miembros mutilados. Los sumeríos (3000 a J.) preparaban remedios para combatir el dolor de muelas y hacían empastes en las dentaduras.

Los remedios que usaron todos estos pueblos primitivos fueron naturales: aire, sol, agua, tierra y plantas medicinales y sus perfumes, que intuitivamente aplicaban. Era una medicina netamente popular.

No hace muchos años, el doctor suizo Rickli curaba por la acción de los rayos solares; el Profesor Kneipp, por la hidroterapia; Schroth y el teólogo Órtel fueron los introductores de la Dietaterapía moderna, y en esta especialidad es, actualmente, universalmente conocido Bírcher-Benner. Los médicos modernos, los que saben apreciar y aplican los nuevos sistemas, son enemigos acérrimos de tanta medicina de patente. Se ha llegado al extremo de que existen inyecciones para todo, desde el simple catarro nasal hasta el cólera. Parece que el médico no tiene más que adquirir los inyectables contra la enfermedad que diagnosticó. La medicina, creernos, ha de ser menos ortodoxa y científica y más popular, y los médicos qué se distancian del pueblo y de la naturaleza tendrán que sufrir las consecuencias, pues por muy adelantados que nos ufanemos, los fracasos a veces son tremendos.

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