RELIGIÓN

El único punto que nos queda por tratar, es la evolución de las ideas religiosas.

Entre las aspiraciones espirituales de una raza tosca pero sencilla, y el culto degradado de una gente intelectual, pero espiritualmente muerta, hay un abismo que sólo puede llenar el término religión en su más amplia acepción.

Sin embargo, hay que trazar en la historia del pueblo atlante este proceso consecutivo de generación y degeneración.

Se recordará que el gobierno bajo el que surgió la existencia de los rmohales, fué descrito como el más perfecto concebible, pues hacía de rey el Manú mismo.

La memoria de este gobernante divino se conservó en los anales de la raza, ya su debido tiempo llegó a ser considerado como un dios entre unas gentes que eran psíquicas por naturaleza, y que, por tanto, alcanzaban vislumbres de los estados de conciencia que transcienden al nuestro de vigilia ordinario.

Con esta cualidad superior era llano que esta gente primitiva adoptase una religión que, si bien no representaba una elevada filosofía, estaba por lo menos alejada del tipo de religiones innobles.

Andando el tiempo, esta fase de creencia religiosa pasó a ser una especie de culto a sus mayores.

Los tlavatlis, al paso que heredaron la reverencia tradicional y el culto al Manú, fueron enseñados por Adeptos instructores en la existencia de un Ser Supremo cuyo símbolo reconocían en el Sol.

De este modo desarrollaron una especie de culto solar que practicaban en las cumbres de las montañas.

Allí construían grandes círculos con monolitos verticales, destinados a simbolizar el curso anual del Sol; pero a la vez se empleaban con fines astronómicos.

Estaban puestos de manera que para la persona colocada en el altar mayor, el sol salía en el solsticio de invierno, detrás de uno de estos monolitos, y en el equinoccio vernal detrás de otro, y así sucesivamente todo el año.

Estos círculos de piedra servían también para ayudar a hacer observaciones astronómicas de carácter más complejo, relacionadas con constelaciones más distantes.

Ya hemos visto, al tratar de las emigraciones, que una subraza posterior, los acadios, imitaron en la erección de Stonehenge esta primitiva construcción de monolitos.

Aunque los tlavatlis estaban dotados de una aptitud algún tanto más aventajada por el desarrollo intelectual que la subraza anterior, su culto, sin embargo, era aun de un tipo muy primitivo.

Con la mayor difusión de los conocimientos en los días de los toltecas, y especialmente con el establecimiento ulterior de un sacerdocio iniciado, y de un emperador Adepto, tuvieron aquellas gentes mayores medios de alcanzar un concepto más verdadero de lo divino.

Los poco aptos para aprovecharse por completo de la enseñanza que se les daba, después de haber sido puestos a prueba, eran admitidos en las filas sacerdotales que constituían entonces una inmensa fraternidad oculta.

Mas con éstos que se habían elevado sobre la masa de la humanidad, hasta el punto de principiar su marcha por el sendero oculto, nada tenemos que ver aquí, pues el asunto de nuestras investigaciones no va más allá de los límites de las religiones que practicaban los habitantes de la Atlántida.

Las muchedumbres de aquellos tiempos carecían de aptitudes para elevarse a las alturas del pensamiento filosófico, como sucede aún hoy a la mayor parte de los habitantes del globo.

Todo lo más que podía hacer el instructor más inspirado para darles una idea acerca de la inefable y omnipresente esencia del Kosmos, era presentársela en forma de símbolos, y como es natural, el sol fue el primer símbolo adoptado.

Al modo que sucede en nuestros días, podían percibir entonces a través del símbolo los entendimientos más cultivados y espirituales, y elevarse algunas veces en alas de la devoción al Padre de nuestros espíritus, «Centro y motivo de nuestras almas Término y refugio de nuestro viaje»; mientras que la multitud más grosera no veía nada más que el símbolo, y lo adoraba, de la misma manera que la esculpida Madona o la imagen de madera del crucificado son hoy adorados en la Europa católica.

La adoración del Sol y del fuego se convirtió entonces en culto, para cuya celebración se erigieron magníficos templos en toda la extensión del continente atlante, pero más especialmente en la gran «Ciudad de las Puertas de Oro», estando su servicio a cargo de sacerdotes que el Estado nombraba con este objeto.

En aquellos tiempos primitivos, no se permitía imagen alguna de la Divinidad.

El disco del sol era considerado como el único emblema propio de la misma, y como tal era usado en todos los templos.

Generalmente se colocaba un disco de oro de modo que recogiese los primeros rayos del sol naciente, en el equinoccio de primavera o en el solsticio de verano.

Un ejemplar interesante de la supervivencia casi pura de este culto del disco del Sol, podría presentarse en las ceremonias de Shinto en el Japón.

Toda otra representación de la deidad es considerada en esta creencia como impía, y hasta el espejo circular de metal pulimentado se halla oculto a la vista del vulgo, excepto en las ceremonias.

Sin embargo, al revés de las vistosas decoraciones de los atlantes, los templos de Shinto se caracterizan por la completa ausencia de decorado, pues carecen sus exquisitas obras de madera de todo grabado, pintura o barniz.

Pero no siempre fué el disco del Sol el único emblema permitido de la Divinidad.

La imagen del hombre -el hombre arquetipo- fue en días posteriores colocada en los altares y adorada como la representación más elevada de lo divino.

En cierto modo pudiera esto considerarse como una reversión al culto rmoahal del Manú.

Aún entonces la religión era relativamente pura, y la fraternidad oculta de la «Buena Ley» hacía cuanto le era dable para mantener activa en los corazones la vida espiritual.

Aproximábanse, no obstante, los tiempos en que no iba a quedar idea alguna altruista que salvase a la raza del principio de egoísmo en que estaba destinada a despeñarse.

El decaimiento de la idea ética fue el preludio necesario de perversión espiritual.

El hombre sólo luchaba para sí mismo, y sus conocimientos fueron empleados en fines puramente egoístas, hasta que se arraigó la creencia de que nada había en el universo más grande y elevado.

Cada hombre era su propia «Ley, Señor y Dios», y el mismo culto de los templos dejó de ser el culto de un ideal, convirtiéndose en la mera adoración del hombre, tal como se le conocía y se le veía.

Según está escrito en el Libro de Dzyan: «Entonces la Cuarta creció en orgullo. Somos los reyes, dijeron; somos los Dioses... Construyeron ciudades enormes. De tierras y metales raros las construyeron, y de los fuegos vomitados, de la piedra blanca de las montañas y de la piedra negra, labraron sus imágenes a su tamaño y semejanza y las adoraron.» Colocáronse urnas en los templos, en donde la estatua de cada hombre, construida de oro o plata, o labrada en piedra o en madera, era adorada por él mismo.

Los individuos más ricos sostenían corporaciones de sacerdotes para el culto y cuidado de sus urnas, los cuales hacían ofrendas a estatuas, como si fuesen Dioses.

La apoteosis del Yo no podía ir más lejos.

Debe tenerse presente que toda idea verdaderamente religiosa que haya tomado asiento en la mente del hombre, le ha sido sugerida de modo consciente por los Instructores divinos, los Iniciados de las Logias Ocultas, los cuales, a través de todas las edades, han sido siempre los guardianes de los misterios divinos y de las verdades de los estados suprasensibles de la conciencia.

La humanidad, por regla general, sólo de un modo lento ha llegado a ser capaz de asimilarse unas pocas de estas ideas divinas, al paso que la causa de los desarrollos monstruosos y de las repugnantes deformidades que todas las religiones de la tierra atestiguan, deben buscarse en la propia naturaleza inferior del hombre.

En verdad, parece que no siempre se le ha podido confiar el conocimiento de los meros símbolos, bajo los cuales se hallaba velada la luz de la Divinidad; aunque en los días de la supremacía turania algunos de estos conocimientos fueron indebidamente divulgados.

Hemos visto cómo los atributos del Sol, productores de vida y de luz, fueron usados en los tiempos primitivos como símbolo, para presentar a la inteligencia de aquellas gentes todo lo que eran capaces de concebir sobre la gran Causa Primera.

Pero entre las filas del sacerdocio se conocían y guardaban otros símbolos de significación mucho más profunda y real.

Uno de éstos era el concepto de una Trinidad en la Unidad.

Las Trinidades de la más sagrada significación no eran jamás divulgadas; pero la Trinidad que personificaba los poderes cósmicos del universo, como Creador, Conservador y Destructor, se hizo pública de un modo irregular en los tiempos turanios.

Esta idea fue aún más materializada y degenerada por los Semitas, que la convirtieron en una Trinidad antropomórfica, formada de Padre, Madre e Hijo.

De otro desarrollo más terrible de los tiempos turanios debemos dar cuenta.

Con la práctica de la hechicería, muchos de los habitantes habían venido en conocimiento de la existencia de elementales poderosos, entidades que debían a aquellos su ser, o cuando menos estaban animadas por sus poderosas voluntades, las cuales, dirigidas hacia fines maléficos, producían elementales con poder y malignidad.

De tal modo se habían degradado entonces los sentimientos de reverencia y adoración del hombre, que llegaron a adorar talmente estas creaciones semiconscientes de sus propios malignos pensamientos.

El ritual del culto de estos seres fué desde un principio el derramamiento de sangre, y cada sacrificio ejecutado en sus santuarios, daba vitalidad y persistencia a estas creaciones vampíricas.

Tan es asÍ, que aun hoy día, en diversas partes del mundo, duran los elementales formados por la voluntad poderosa de aquellos antiguos brujos de la Atlántida, e imponen su tributo a aduares inofensivos.

Aunque los brutales turanios inauguraron y practicaron en grande escala estos sangrientos ritos, no parece, sin embargo, que llegase el contagio a otras subrazas, aunque los sacrificios humanos no dejaron de ser comunes entre algunas tribus semitas.

En el gran imperio tolteca de México, el culto del Sol de sus antepasados era aún la religión nacional, al paso que sus ofrendas, que nada tenían de sangrientas, a su benéfica Deidad Quetzalcoatl, consistían puramente en flores y frutas.

Sólo con la irrupción de los salvajes aztecas, fue reemplazado el inofensivo ritual mexicano por la sangre de los sacrificios humanos, que empapaba los altares de su dios de la guerra.

Huitzilopochtli; y puede considerarse el arrancar los corazones a las víctimas en la cúspide del Teocali, como resto directo del culto a los elementales de sus antecesores turanios de la Atlántida.

Se ve, pues, que lo mismo que en nuestros días, la vida religiosa de los pueblos comprendía entonces las formas más variadas de creencias y cultos.

Desde la escasísima minoría, que aspiraba a la iniciación y estaba en contacto con la vida espiritual superior -los que sabían que la buena voluntad hacia todos los hombres, el dominio del pensamiento y la pureza de vida y de obra eran preliminares necesarios para alcanzar los más elevados estados de conciencia y los más extensos horizontes de visión- había innumerables maneras de cultos, más o menos ciegos, de los poderes cósmicos o de dioses antropomórficos, hasta llegar al ritual más degradado y también más extendido, de la adoración de sus propias imágenes, y a las ceremonias cruentas del culto a los elementales.

Téngase presente que en todo lo que venimos exponiendo, tratamos solamente de la raza Atlante, y por tanto, estaría fuera de lugar cualquier referencia a cultos aún más degradados que, todavía por entonces, existían (y aun existen hoy) entre los envilecidos descendientes de los lemures.

Así continuaron a través de los siglos todos los rituales compuestos para celebrar estas diversas formas de culto, hasta la sumersión final de Poseidón, a cuyo tiempo las huestes innumerables de los emigrados atlantes habían ya establecido en tierras extranjeras los diferentes cultos del continente-madre.

El seguir en detalle el desarrollo y progreso de las religiones arcaicas, que han florecido en tiempos históricos bajo formas diversas y antagónicas, sería empresa de grandes dificultades; pero tal es la luz que arrojaría este estudio sobre asuntos de importancia trancendental, que es posible que nos determinemos a intentarlo.

Finalmente, sería inútil tratar de resumir lo que es ya por sí un resumen demasiado concreto.

Esperemos más bien que lo relatado se ofrezca como texto del que puedan derivarse las historias de las diferentes hijuelas de las varias subrazas; historias que podrán examinar analíticamente los desenvolvimientos políticos y sociales, que aquí apenas hemos esbozado de la manera más rudimentaria.

Una palabra más, sin embargo, puede aún decirse acerca de la evolución de esta raza: el progreso que toda la creación, con la humanidad a su cabeza, está siempre destinada a llevar a cabo centuria tras centuria, milenio tras milenio, manvantara tras manvantara, y Kalpa tras Kalpa.

La bajada del espíritu a la materia -polos opuestos de la substancia una y eterna- es el proceso que ocupa la primera mitad de cada ciclo.

Ahora bien, el período que hemos estado considerando en las páginas que anteceden, el período durante el cual la raza Atlante hizo su carrera, fué precisamente el punto medio, o punto de retorno del manvantara presente.

El proceso de evolución que en la actualidad efectúa nuestra Quinta Raza -la vuelta, esto es, la espiritualización de la materia- sólo se dió en aquellos tiempos en algunos casos individuales y aislados, precursores de la resurrección del espíritu.

Pero el problema cuya solución indudablemente esperan todos los que hayan seguido con atención este relato, es el contraste sorprendente de las cualidades que poseía la raza Atlante; pues al lado de sus brutales pasiones y de sus degradantes inclinaciones animales, se notan sus facultades psíquicas y su intuición semidivina.

Ahora bien; la solución de este enigma, aparentemente insoluble, se cifra en el hecho de que estaba entonces en sus comienzos la construcción del puente, el puente de Manas, la mente, destinada a unir en el individuo perfecto las fuerzas del animal que evoluciona en sentido ascendente, y el espíritu divino que involuciona en dirección descendente.

El reino animal de hoy muestra un campo natural en donde aún no ha comenzado la construcción de este puente, y hasta en la misma humanidad de los tiempos atlantes la conexión era tan ligera, que las cualidades espirituales tenían muy poco poder dominador sobre la naturaleza animal inferior.

La poca mentaljdad que poseían aquellos hombres, bastaba para aumentar el placer en la satisfacción de los sentidos; mas no era suficiente para avivar las facultades espirituales que aún dormitaban, pero que han de convertirse en dueño absoluto en el individuo perfecto.

La metáfora del puente puede llevarnos un poco más lejos, si lo consideramos al presente en curso de ejecución, y destinado a permanecer incompleto, por lo que hace a la generalidad de los hombres, durante milenios sin cuento; en una palabra, hasta que la humanidad haya recorrido otra vez el círculo de los siete planetas y la gran Ronda Quinta esté a la mitad de su carrera.

Aunque fué en la última mitad de la Tercera Raza Raíz, y al principio de la Cuarta, cuando los Manasaputras descendieron para dotar de mente a la masa humana, que aún carecía de chispa, sin embargo, tan débilmente ardió la luz durante todos los tiempos atlantes, que puede decirse ser pocos los que alcanzaron los poderes del pensamiento abstracto.

Por otra parte, el funcionamiento de la mente sobre las cosas concretas, estaba bien dentro de su alcance, y según hemos visto en los intereses prácticos de su vida diaria, especialmente cuando sus facultades psíquicas se dirigían hacia los mismos objetos, fué donde obtuvieron tan notables y estupendos resultados.

Hay también que tener presente que Kama, el cuarto principio, llegó naturalmente a su punto culminante de desarrollo en la Cuarta Raza.

Esto explica la profundidad de la grosería animal, a que descendieron, al paso que la aproximación del ciclo a su nadir acentuaba inevitablemente este movimiento de descenso; de modo que poco debe sorprender la pérdida gradual que experimentó la raza de sus facultades psÍquicas, y su caída en el egoísmo y el materialismo.

Más bien debiera esto considerarse como parte del gran proceso cíclico sometido a la eterna Ley.

Todos hemos pasado por aquellos malos días, y las experiencias que entonces acumulamos, han servido para constituir el carácter que hoy poseemos.

Pero un sol más esplendente que el que alumbró la senda de nuestros antepasados atlantes, brilla hoy para la raza Aria.

Menos dominados por las propensiones de los sentidos, más abiertos a la influencia de la mente, los hombres de nuestra raza han alcanzado y están alcanzando un conocimiento más firme, a la vez que mayor desarrollo intelectual.

Este arco ascendente del gran ciclo Manvantárico, llevará, naturalmente, un número cada vez mayor de seres hacia la entrada del Sendero Oculto, y prestará más y más atracciones a las oportunidades transcendentales que ofrece para la constante fortaleza y purificación del carácter: fortaleza y purificación que no estarán dirigidas por el mero esfuerzo espasmódico, continuamente interrumpido por atenciones que le distraen, sino guiadas y guardadas por los Maestros de Sabiduría, de modo que la subida, una vez iniciada, no torne a ser vacilante e incierta, sino que lleve derechamente a la gloriosa meta.

También las facultades psíquicas y la intuición casi divina perdidas algún tiempo, pero legítima herencia de la raza, sólo esperan el impulso individual del que regresa, para dar al carácter una fuerza de penetración más profunda y poderes más transcendentales.

De este modo se irán haciendo cada vez más nutridas las filas de los Adeptos instructores -los Maestros de Sabiduría- y aún entre nosotros hoy dia debe haber seguramente algunos, no distinguibles, salvo por el entusiasmo perseverante de que están animados, los cuales, antes de que la próxima Raza Raíz surja sobre el planeta, llegarán a su vez a ser Maestros de Sabiduría, para ayudar a aquélla en su progresión ascendente.