PARA QUE TODOS SEPAN...

La experiencia vivida por Don Salvador Villanueva Medina en 1953 ha dado origen a este libro, el cual ha sido traducido ya a 6 idiomas; tan solo en Alemania se han vendido 80 mil ejemplares; el propio Don Salvador Villanueva Medina, ha renunciado a todos los derechos literarios para demostrar así que la magnitud de esta experiencia no fue para que él lucrara.

A MANERA DE PROLOGO

El mes de agosto ha resultado para mí significativo, pues fue en él cuando vi la luz primera, aunque de ello a la fecha ha transcurrido cerca de medio siglo.

Fue también en un mes de agosto cuando tuve el privilegio mayor que un individuo pudiera desear. En ambos casos la aventura ha sido sin mi conocimiento.

La primera puede acreditarse con mi nacimiento; la segunda resulta difícil de probar porque ni siquiera había testigos; pero ha salido esta última más rica en incidentes que la primera.

De éstos, el que más hondas raíces echó en mi ánimo, se lo debo a un chofer. Fue él la primera persona que se puso a mi alcance cuando terminaba esta fantástica aventura. Se me hizo fácil desbordar mi optimismo sin imaginar siquiera sus consecuencias que me situaban en el límite de lo sublime y lo ridículo.

Pero traté de aprovechar mi experiencia. De ahí en adelante, anduve con mayor cuidado, aunque a decir verdad a esta táctica tampoco pude sacarle gran provecho.

Confieso que, después del primer descalabro, con suma facilidad hubiera encerrado dentro de mi ser la gloriosa experiencia, aunque a las personas que la propiciaron les había prometido hacerla pública. Durante año y medio hice caso omiso de esta promesa y me apoyaba, para hacerme fuerte, en que mi preparación intelectual era nula. Estas gentes insistieron asegurándome que se valdrían de algún medio para ayudarme en el trascendental cometido.

No me pareció raro ver en las primeras planas de los periódicos noticias acerca de personas que habían tenido experiencias similares a la mía, aunque de menor magnitud.

De nuevo empezó a bullir dentro de mi la curiosidad por saber si me creerían. Me proponía contárselo todo a un intelectual y creo que estuve atinado en la elección.

Por aquellos días un periodista que bajo el seudónimo de M. Ge Be escribía una serie de artículos sobre el tema llamó ni atención. Por la seriedad con que actuaba, decidí interesarlo mandándole una parte del relato, pues no podía desterrar de mí la incertidumbre que provocara el amigo chofer y por lo tanto juzgo que de nuevo cometí un error, no contándole a este hombre la experiencia con lujo de detalles.

Porque ahora era él quien tomaba con recelo mis palabras y, aunque me dio oportunidad de justificarme, creo que no la supe aprovechar, ahondando más la desconfianza.

Por esos días estaba en México de vacaciones un matrimonio norteamericano, que había tenido oportunidad de ver una nave espacial a poca altura y les entusiasmó tanto que decidieron documentarse debidamente y dictar algunas conferencias.

En México se pusieron en contacto con el señor M.  Ge Be, quien tuvo la gentileza de invitarme a la primera conferencia dictada por ellos en la capital.

Concurrieron a ésta unas trescientas entusiastas personas, la mayoría documentadas y algunas con experiencias personales.

También los periodistas hicieron acto de presencia, por lo que resultó interesante el nuevo incidente que iba a aumentar mi acervo personal.

En compañía de mi hijo mayor, ocupamos un rincón del salón, dejando que transcurriera el acto.  Los ánimos se caldearon. Varias personas subieron al estrado a relatar su experiencia, aumentando el interés de los concurrentes.

 De repente, la persona que dictaba la conferencia, en un recurso de oratoria, pregunté si alguno de los presentes había establecido contacto con los tripulantes de las naves espaciales.

La pregunta hizo un efecto fulminante en mí que, sin saber con certeza el alcance de mi repentina decisión y sintiendo que una fuerza extraordinaria me obligaba a ello, levanté la mano, siendo invitado al estrado ante la expectativa general.

Solo había caminado unos pasos, cuando ya estaba arrepentido; pero seguí adelante. Afortunadamente me trataron con cortesía, y hasta hubo un gran escritor, don Francisco Struk, allí presente, que salió en mi defensa, dando crédito a mis palabras, en lo que se calmó la efervescencia que había provocado.

Los norteamericanos se interesaron en la investigación de mi relato y, en combinación con el señor M.  Ge Be, me invitaron a que les enseñara el lugar en que vi y abordé la nave.

En esta ocasión nos acompañó un ingeniero militar, profesor de matemáticas de nacionalidad norteamericana, y Salvador Gutiérrez, joven experimentado fotógrafo de prensa. La excursión fue un éxito.

El ingeniero guiado por mí, hizo cálculos y no tardamos en localizar el sitio exacto, comprobando las dimensiones del aparato.  Esto me hizo recobrar la confianza que me había hecho perder el amigo chofer, y adquirí un nuevo conocimiento: que las naves aludidas dejan donde aterrizan, siempre en despoblado, una huella.

 En el caso que nos ocupa, como aterrizó en un lugar cubierto de vegetación que alcanzaba gran altura, ésta fue quemada en forma rara, para nosotros desconocida y así estaba año y medio después.

Trajimos muestras de tierra, de dentro y fuera de la huella, que fue analizada en los laboratorios Phillips, y se pudo comprobar que en ambas muestras había una diferencia molecular muy marcada. Poco después vino de California, E.  U. , el señor Jorge Adamski.  Dictó también una conferencia sobre el tema en el teatro Insurgentes, y aseguró que había tenido numerosos contactos con los tripulantes de las naves.

Le fui presentado en casa del señor M.  Ge.  Be.  y me limité a contestar sus preguntas; pero sin extenderme.

 Tenía entonces la firme convicción de que ninguna de las personas que había conocido, gozaran de mayor experiencia que yo, y me parecía que sólo buscaban para su provecho personal mis confesiones.

También pasó por esta capital el escritor inglés Mr.  Desmond Leslie y tuve oportunidad de conocerlo y acompañarlo durante día y medio, gracias al interés del acucioso investigador y periodista señor M.  Ge. Be. que no se daba punto de reposo para aprovechar cuanta oportunidad se le presentaba para investigar mis experiencias.

Debo aclarar, como ya dije antes, que tampoco al periodista le había contado la experiencia completa. Como a las demás personas, me limité a relatarle solo una parte, ya que el resto lo juzgaba inverosímil. Temía que me ridiculizaran, pues entonces ya creía justo que nadie creyera lo que no había visto con sus propios ojos.

Sin embargo,  seguía haciendo estragos en mi mente la promesa que les había hecho a los tripulantes de la nave espacial.

Y éste es el motivo por el que decidí escribir mi relato con amplitud y sin las limitaciones que impone el periodismo. Espero que perdonen mi osadía.

Para las personas versadas en telepatía, relato al final de este trabajo algo que he tenido el martirio de captar sin poder descifrar enteramente; pero que juzgo como un apremio cumplir mi palabra empeñada.

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