CAPITULO 3

Pude ver a mis pies el coche abandonado.

 Seguimos subiendo, siempre en forma vertical y siempre teniendo a mis pies el coche como objetivo, viéndolo por última vez en forma borrosa y no mayor que el auto de un niño.

 Mis acompañantes me instruyeron cómo operar la pantalla.

 Bastaba hacer girar cualquiera de las ruedecillas laterales, para atraer en forma nítida y precisa todo lo que había fuera de la nave, tanto de la parte superior, como de la derecha, como de la inferior, de la izquierda, sirviendo la del centro que estaba en forma horizontal, para acercar la imagen hasta dar la impresión de que estaba a un metro de nosotros.

 Se me olvidaba mencionar que en el extremo derecho del tablero hay una bola incrustada en una cuenca y termina con una palanca redonda.

 Esta hace mover en toda la extensión de la pantalla un punto negro que sirve de mira cuando hay necesidad de usar diferentes armas, que más tarde trataré de describir.

 Por fin todo quedó cubierto de nubes y nosotros seguíamos subiendo.

 Los hombres buscaban un claro para que yo pudiera ver nuestro planeta, pues pensaban, y con razón que aquello me iba a impresionar.

 Por mi parte, me sentía tranquilo.

 Traté de hallar el motivo de esta tranquilidad, pues no me parecía normal.

 Mi carácter es nervioso por naturaleza y, además nunca había subido en un avión, y esto ya me parecía motivo suficiente para estarlo.

 Recordé que solo momentos antes de abordar la nave sentí temor.

 Recordaba haber visto al gordito perderse dentro de la escala y ansiaba en aquel momento que el otro hombre hiciera lo mismo, para regresar “volando” a la carretera y meterme en el automóvil, que me brindaba seguridad.

 Sin embargo, en un momento dado, desapareció aquel miedo, y ahora hasta indiferencia sentía por la suerte que el coche pudiera correr, abandonado.

 Me empezaba a preocupar que estuviera bajo la influencia de aquellos hombres.

 Sin embargo, trataba de alejar de mi mente aquellas preocupaciones, y me distraía observando cómo maniobraban en los tableros y mirando hacia fuera a través de las paredes, comprobando el efecto.

 Hasta sentía admiración por la sencillez y maniobrabilidad de aquella nave, que hasta un niño podría manejarla.

 Cuando entramos en un espacio despejado, me indicaron lo que teníamos a nuestros pies.

 Confieso que, por muy resentido que fuera y aunque hubiera estado seguro que había subido a la nave bajo alguna influencia extraña, me hubiera parecido perdonable.

 Lo que tenía al alcance de mi vista era un espectáculo maravilloso, una esfera ligeramente opaca, algo desdibujada, que por momentos se convertía en una masa redonda y temblorosa como ensoñada gelatina.

 Podría precisar que volábamos sobre la parte central del continente americano, ya que distinguía con relativa facilidad, perdiéndose en un abismo sin fin, lo mismo la parte ancha de la República Mexicana, que la parte más angosta del continente.

 Luego los hombres me indicaron la pequeña pantalla, aconsejándome accionara la ruedecilla central.

 Y por qué lo había de negar, pues no tengo ni conozco palabras para expresar lo que sentí, ni tampoco para describir lo que tenía a solo unos metros de mis asombrados ojos, que, para darles crédito, tenía que apartarlos de la pantalla y volverlos a través de la pared de la nave que me parecía más real, más verosímil.

 Dentro de aquella pequeña y clarísima circunferencia en la que, a mi capricho y con solo mover aquel diminuto control, podía traer y reducir todo un mundo, hasta en sus detalles más insignificantes y ver a nuestro alargado continente nadar en una masa líquida que se desvanecía en colores azul y rojo, hasta desaparecer sus contornos en un vacío infinito.

 Aquel increíble espectáculo se grabó de tal manera en mi mente, que muchas veces he despertado sobresaltado sintiéndome en el vacío y atraído por aquella enorme esfera que una vez contemplé quizás sin mi voluntad.

 Cuando los hombres creyeron que era suficiente y lo creyeron porque si me hubieran consultado les habría pedido que me dejaran admirar aquello hasta saciarme; pero para ellos el tiempo contaba y pronto metimos en grandes masas de nubes, algunas tan intensas que obscurecían el interior de la nave.

 Aquí recibí otra impresión maravillosa.

 Acabábamos de salir del obscurísimo vientre de una negra nube cuando, intempestivamente, inundó la nave una luz roja color sangre, vivísima, que cambiaba el aspecto de todo en el interior de la nave.

 Todo cambió de forma, las caras de los hombres se ven huesudas y espectrales y la mía debe haber tomado también aspecto terrible porque el pequeño hombre se apresuró a decirme que no tuviera temor pues era el sol quien nos estaba dando ese color; pero a mí más me parecía estar dentro de un potente y rojo reflector.

 De repente cesó el movimiento o mejor dicho la sensación de que íbamos a velocidades aterradoras.

 Y quedamos suspendidos en el aire.

 Ahora otra gran sorpresa no menos agradable que la anterior.

 Se trataba de un gigantesco disco color negro, deslumbrante, enceguecedor. Giramos lentamente alrededor de él, como reconociéndolo.

 Los rayos del sol rebotaban en su pulida superficie.

 Estaba inmóvil, como dejándose husmear por el ahora pequeño aparato que ocupábamos.

 Por fin volvimos a quedar inmóviles frente al gigantesco disco.

 Vimos cómo se abría en la parte superior una tapa de las mismas dimensiones que nuestra nave y también cómo esta se empezó a deslizar dentro de aquel monstruo.

 Se sentía perfectamente el roce en la parte inferior, a nuestros pies, como si se fuera deslizando en unos rieles.

 Dejó de sentirse esta sensación; se abrieron los tableros, dejándonos de nuevo en Libertad; los hombres se pararon indicándome que los siguiera; se abrió la claraboya y por ella abandonamos aquella parte de la nave.

 La puerta de ésta estaba abierta y por ella descendimos a una enorme bóveda en la que no había más columnas que las que formaban el aparejo donde quedó ajustada nuestra pequeña nave.

 Había dentro una iluminación intensa, sin quedar al descubierto la fuente.

 Más parecía que todas las superficies al alcance de nuestra vista produjeran luz.

 Los hombres se dirigieron más allá del lugar donde había topado nuestra nave, donde una pared cortaba la circunferencia, y yo tras ellos con una indiferencia que solo al recordarlo me da escalofrío.

 Poco antes de llegar a la pared, se deslizó suavemente una sección como de metro y medio por lado.

 Por allí seguirnos, encontrándonos ahora en un espacio en forma de media luna.

 Ocupaba la parte de enfrente o sea la semicircular una especie de pantalla panorámica de cine, solo que intensamente luminosa.

 Al pie de la pantalla una mesa larga y angosta, cubierta materialmente de instrumentos, entre los que sobresalían gran cantidad de pequeñas, pero increíblemente visibles carátulas con diferentes lecturas, destacaban también basta tres hileras de teclas, que semejaban las de igual número de pianos dispuestos para un concierto y gran cantidad de protuberancias completaban aquel maravilloso tablero, de instrumentos.

 Junto a éste, tres voluminosos asientos.

 Estaba tan distraído observando todo aquello, que no me había dado cuenta que estaba rodeado de gentes, que completaban un total de ocho con mis amigos.

 Les pedí perdón por mi indisculpable distracción.

 Ellos me contestaron que estaban contentos de que dentro de su nave, que no era otra cosa el monstruo aquel, hubiera algo que llamara mi atención.

 Cuatro de los que estaban allí vestían igual que mis amigos.

 Los otros dos, indudablemente eran los jefes, pues su porte y aspecto en general denotaban no solo más edad, sino una mayor personalidad, sin contar con que el uniforme que vestían era de un color marrón brillante que les daba un aspecto distinguido, una mayor jerarquía y, como si esto fuera poco para diferenciarlos, bastaba observar la reverencia con que los otros los veían.

 Todo lo que me estaba pasando desde la mañana en que bajamos del automóvil me parecía tan irreal que empezaba a sentir una sensación de vaguedad de la que temía volver de un momento a otro y encontrarme de nuevo en el coche.

 Pero no era así.

 Estaba vivo y bien despierto.

 Los jefes de aquella nave me invitaron a que permaneciera con ellos algún tiempo, pues, según me dijeron, sentían verdadera satisfacción en tener a un hombre de mi raza como invitado.

 Al lado derecho y frente a la enorme pantalla había una hilera de camas, pues no creo que alguien de nuestra raza que las viera fuera a pensar que eran otra cosa.

 Naturalmente que se diferencian algo de las nuestras; pero solo por su sencillez, pues las tales camas se reducían a unos marcos como de metro y medio de largo y uno de ancho y dos pulgadas de grueso.

 El material de relleno era acolchonado, poroso, suave y debía estar sostenido por alguna malla de material resistente y poco elástico.

 A lo largo de este marco y debidamente espaciados había dos puños amuescados que, haciéndolos girar, la cama cobraba posiciones diferentes, pudiéndose convertir en cómodo sillón, sin patas de ninguna especie, pues el marco aquel estaba empotrado en la pared y por lo tanto, convertido en sillón, quedaba colgado o suspendido.

 Cumpliendo el ofrecimiento que me hacían de hacer una demostración de cómo trabajaba aquella maravillosa nave, fueron transformadas las camas, tomando asiento, mis dos amigos, los jefes y uno más de los que estaban en la nave.

 Los tres restantes se perdieron en los monstruosos asientos, junto al tablero de instrumentos.

 De repente se empezó a oír una especie de silbido agudísimo y la pantalla se dividió en tres bandas a todo su largo.

 La banda de en medio comenzaron a recorrerla unas luces rojas, que empezaban en los lugares más inesperados y morían siempre en un extremo, aumentando de grosor a la mayoría de las veces antes de desaparecer.

 Aquello me llamó la atención y pregunté de qué se trataba a uno de los jefes, pues yo ocupaba un lugar en medio de ellos.

 Me explicaron que eran partículas cósmicas, que una poderosa fuerza de repulsión que generaba la máquina apartaban de nuestro camino, para que no causaran daño a la nave.

 Aquello resultaba interesante, pues como se cruzaban en diferentes direcciones, formaban figuras caprichosas que hubieran bastado para tenerme entretenido varios días sin aburrirme.

 Es indudable que había pasado mucho tiempo, pues el estomago me lo estaba advirtiendo.

 Inesperadamente, uno de los hombres que nos acompañaba se paró y dirigiéndose al lado izquierdo de cada una de las sillas haló una pieza que formaba parte de un largo y articulado brazo; luego se dirigió al rincón del ángulo contrario al que ocupábamos y regresó con dos pequeñas charolas, una en cada brazo.

 Las charolas formaban un cuadro como de seis pulgadas y estaban divididas en cinco hondas secciones, cada una repleta de algo consistente, con un sabor tan agradable que me resultaba difícil encontrarle parecido con algo que hubiera comido antes.

 Pero no solo era de agradable sabor, también resultaba reconfortante en grado sumo.

 Poco después de comer estos alimentos, sentí una agradable satisfacción de reconfortante optimismo que borraba de mi mente todos mis problemas y mis preocupaciones.

 Los ojos se me cerraban.

 Naturalmente, esto tenía explicación.

 La noche anterior casi no había dormido, había manejado lo menos trescientos kilómetros.

 Luego, las diferentes emociones por las que había pasado y, si esto fuera poco, ahora estaba dentro de una fantástica nave rodeado de gente extraña.

 Extraña sí; pero que hacía sentirme el hombre más importante de la tierra.

 Derrochaban amabilidad y gentileza, como si en verdad se sintieran obligados conmigo.

 Y, por qué había de negarlo, me hacían sentir abochornado e insignificante.

 Por fin, no lo pude evitar por más esfuerzos que hice y por más que me resistí, el sueño me venció y no supe más.

 Cuando me despertaron, yo estaba transformado, aunque no había cambiado de posición ni de lugar.

 Todo lo que llevaba encima había desaparecido.

 Ahora mi cuerpo se cubría con un uniforme parecido al de ellos, solo que sin cinturón.

 Faltaba también la cinta del cuello, así como los zapatos.

 Los que tenía puestos, eran una especie de chanclas de una sola pieza, que cubría hasta los tobillos.

 Llevaba también un pantalón, tan ajustado como el de un torero.

 Lo sentía materialmente adherido al cuerpo, pero sin estorbarme lo más mínimo.

 Lo que me cubría de la cintura para arriba semejaba un sweater de los que se ponen por el cuello.

 Las mangas llegaban a las muñecas y el cuello cerrado y ajustado me llegaba a la manzana.

 No tenía ninguna de aquellas prendas, ni cierres, ni botones, ni bolsas, ni se les notaba unión de ninguna especie.

 El material era grueso, pues en algunas partes lo sentía por lo menos como de una pulgada.

 De una frescura incomparable, me daba la sensación de estar desnudo.

 Los hombres, ante mi extrañeza, me explicaron que se habían tomado esa libertad por serme absolutamente necesaria para protegerme.

 Habían intentado despertarme, pero no lo habían logrado.

 Y lo que sí lograron fue apenarme, porque eso de cambiarme de ropa sin enterarme era el colmo; pero sí lo creí, pues recordé que una vez, siendo niño todavía, unos amigos me habían bajado de un auto y colocado recargado en un árbol.

 Por qué no creer lo que ellos aseguraban.

 Además, no teníamos tiempo para perderlo en nimiedades.

 Los hombres me despertaron, para que con mis ojos viera el espectáculo maravilloso que poco después se me iba a ofrecer.

 Me indicaron que no despegara la vista de la pantalla, para que no perdiera detalle alguno.

 Efectivamente, poco después apareció una bolita del tamaño de una canica.

 Se veía completamente diferente a todo lo que cruzaba la pantalla con rapidez vertiginosa.

 Esta no cambiaba de lugar y solo iba aumentando de tamaño.

 Ahora era del tamaño de una pelota de golf.

 Parecía maravillosa y venía hacia nosotros, en línea recta.

 Más tarde llegó a tener el tamaño de una pelota mediana.

 No cambiaba de color y era de un rojo reverberante, como una bola de brasas de carbón.

 Después del tamaño de un balón.

 No había cambiado de lugar y si la cosa seguía como hasta ahora, amenazaba con invadir toda la pantalla.

 Ya casi no cruzaba ésta otra cosa.

 ¿Sería que aquella bola me estaba obsesionando y no separaba de ella mi vista? Empezaba a sentir temor.

 Todos los que permanecían a bordo también lo sentían.

 Se les veía en la cara.

 También estaban atentos y creo que preocupados.

 Nuestro objetivo tenía ahora lo menos un metro.

 Traté de pararme.

 Los dos jefes, al mismo tiempo, me indicaron que me estuviera en mi asiento quietecito; pero nadie hacia nada por evitar la terrible colisión.

 Yo los miraba, desesperado; pero no me daban importancia.

 La fantástica bola aquella ya casi cubría la pantalla de en medio.

 Traté de nuevo de pararme y esta vez sentí la presión sobre mis piernas de dos pequeños pero poderosos brazos.

 El hombre que tenía a mi derecha me dijo que no corríamos ningún peligro, que estábamos entrando en otro mundo, al mundo en que ellos vivían y que lo que ahora estábamos viendo solo era una capa atmosférica que los cubría.

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