CAPITULO 11

Más de una vez haciendo repaso de todo lo que me aconteció en aquella ocasión, me he encontrado ante la certidumbre de que todo el tiempo, a partir del momento en que de repente sentí deseos de conocer la máquina, allá en Ciudad Valles, estuve bajo el dominio mental de ellos, pues esto me parecía lo más lógico.

 Pero esto ustedes lo dilucidan.

 Ahora voy a seguirlo narrando todo, tal como siguió su curso.

 Cuando fui despertado, estaba de nuevo vestido con mi propia ropa, y la que usé allá no la vi por ningún lado.

 Naturalmente que me sacaba de quicio esta manera de proceder de mis amigos, pero ellos siempre tenían manera de justificarse.

 Ahora me decían que me cambiaron la ropa ellos porque no valía la pena despertarme y que, además, dormido les daba la oportunidad de hacer algunos estudios sobre mi organismo en el momento preciso, así que sin mi voluntad me convertían en "conejillo de indias”.

 Pero debo confesar que, ante la bondad de estas gentes, quedaba desarmado y ya no veía el objeto de violentarme.

 De lo que sí estoy seguro ahora, es de que en los alimentos que me sirvieron en la nave debieron haber agregado alguna sustancia y esta era la que provocaba un sueño de tal naturaleza.

 Estábamos de nuevo en nuestro mundo.

 La nave nodriza "anclada" en nuestro espacio.

 Fuimos despedidos por los dos jefes hasta la puerta de la nave pequeña y subimos a ésta bajo su vigilante mirada.

 Momentos después siento la emoción indescriptible de ser lanzados al espacio.

 El tobogán por donde suavemente habíamos penetrado a la nave nodriza se había convertido ahora en impresionante catapulta que nos despedía de manera poco digna.

 La sensación fue sumamente desagradable, pues sentí lo mismo que deben sentir los famosos hombres-bala que en algunos circos se dejan lanzar desde un cañón.

 Como esto parecía raro, ya que volando las naves por su propia fuerza no se siente ninguna sensación desagradable, les pregunté a mis amigos a qué se debía el cambio.

 Me explicaron que estas naves crean su propia fuerza de gravedad, convirtiéndose en pequeños mundos cuando se propulsan por sí solas.

 Aproveché para preguntarles qué clase de fuerza usan para moverse.

 Me dieron una explicación sencilla.

 Entre otras usan líneas magnéticas o campos magnéticos como nosotros los conocemos, y estos se generan entre masas en movimiento, asegurándome que cada nave tiene una máquina que aprovecha dicha fuerza.

 La cosa es sencilla, ¿verdad? Les pregunté si no era factible que nos diesen una manita con algunos de sus conocimientos.

 Me contestaron que era algo que les gustaría sobremanera, pero que resultaba sumamente peligroso.

 Porque se han convencido que, además de romper nuestro proceso evolutivo, lograrían acelerar nuestra mutua destrucción, ya que tendrían que poner en nuestras manos conocimientos inapropiados a nuestro carácter destructivo.

 Y como para convencerme de sus palabras me indicaron que viera a través de la pequeña pantalla que tenía frente a mis ojos.

 Fijé mi vista y solo vi nubes, pero, accionando el control, las nubes se empezaron a desvanecer y apareció un cerro.

 Cuando tuve este objetivo a solo unos metros de la pantalla, me dijeron que no lo perdiera de vista.

 El cerro aquel se empezó a hundir, como si a un gran trozo de mantequilla le dirigiera el chorro de fuego de un potente soplete.

 El cerro casi desapareció y en su lugar se veía ahora una noria gigantesca, cuyas paredes parecían cortadas a plomo de una profundidad impresionante y en solo unos minutos.

 Ahora fíjate en lo que va a pasar - me dijeron.

 Eso que viste solo fue potente desintegrador: pero a esta arma le sigue otra.

 Y aterrado vi cómo las paredes de aquella fantástica noria se empezaban a desgranar, lanzando toneladas de tierra y piedra hacia su fondo.

 Cuando esto cesó, aquello quedó convertido en un cono o embudo de colosales dimensiones.

 Como ves - me dijeron, estas armas son en verdad destructoras, pues, sin usar la primera que es simplemente mortal, con la segunda en solo unos minutos podríamos hacer saltar en pedazos toda una ciudad, sin que una sola viga de acero de las que forman la armazón de los grandes edificios quedara en su sitio.

 Ahora, dinos, ¿te gustaría que pusiéramos en manos de alguna nación de tu mundo una de estas armas? Estaba tan aterrado que no me atreví a contestar; pero el más bajito, quizás aprovechando mi estado de ánimo, me dijo: --No creas que nosotros usaríamos contra ustedes estas armas.

 Si tuviéramos interés en dominarlos, nos bastaría usar un gas del que cada nave tiene una buena dotación.

 Dicho gas es más pesado que la atmósfera de este mundo y, al aspirarlo ustedes, quedarían sus mentes bajo nuestro control.

 Quedé estupefacto y añadió: -- No vayas a pensar que lo usamos contigo.

 Al decirme esto me miró con cierta malicia, o algo sospechoso.

 Advertí en sus facciones que me hicieron estremecer, dando gracias a Dios por estar de nuevo en mi mundo.

 Momentos después reconocí el sitio donde había estado parado con el auto de los norteamericanos.

 Bajamos lentamente, hasta sentir que habíamos tocado tierra.

 Mis amigos me hicieron prometerles que la experiencia que me habían concedido la daría a conocer en todas partes y por todos los medios a mi alcance y fue entonces cuando les advertí que mi preparo intelectual era nulo y ellos me prometieron su ayuda.

 Momentos después me encontraba corriendo hacia la carretera, pues ellos me dijeron que mientras no me alejara lo suficiente no podrían elevarse porque ponían en peligro mi vida.

 Cuando llegué al borde de tierra dirigí la vista al lugar, esperando ver cómo la nave se elevaba; pero esta se mecía majestuosamente a unos 500 metros de altura, como despidiéndose de mí.

 Luego dio un tirón tan fuerte que desapareció de mi vista, pudiendo localizarla cuando solo era un pequeño óvalo de seis o siete pulgadas.

 De nuevo mi mente se volvió confusa.

 Fijé mi vista en las piernas de mi pantalón y estaban completamente limpias, lo contrario de como quedaron al atravesar el lodazal 5 días antes en que atravesamos desde la carretera hasta la nave.

 Estuve un buen rato reconociendo el terreno y cavilando sobre aquella fantástica aventura y, cosa rara, estaba seguro de que todo el mundo me creería cuando la contara, ya que podría contestar cuanta pregunta me hicieran relacionada con este fantástico viaje.

 Sólo me intrigaba cuánto tiempo había pasado.

 Vi venir un coche en dirección al sur, crucé la carretera y sin atreverme a pararlo éste se detuvo frente a mí.

 Dicho coche traía placas del Estado de México y estaba ocupado al parecer por una familia.

 Venía al volante un señor gordo; a su lado una señora bien vestida y atrás dos jovencitos.

 El señor me preguntó que sí iba al pueblo subiera, que me traería.

 Pensó el hombre que yo sería de por allí, y como traía dificultades con el motor creyó que le podía indicar algún taller mecánico; pero yo desconocía el pueblo y sus moradores.

 Me limité a aconsejarle que nos paráramos en la primera gasolinera.

 Allí tuvimos la suerte de encontrar un mecánico petulante y medio ebrio, que inmediatamente pronosticó el desperfecto, engatusando al dueño del coche para que lo siguiera, puesto que éste manejaba una carcacha.

 Yo me quedé en la gasolinera.

 Poco después llegó en la misma dirección un gran camión de carga a cuyo chofer le pedí que me trajera.

 El hombre que lo manejaba accedió a traerme pues se dirigía a la Ciudad de México.

 Por mi parte me sentía rebosante de optimismo.

 Recordaba perfectamente todos los incidentes del viaje y estaba seguro de que nadie me confundiría.

 Le pregunté al compañero qué día era.

 Al contestar me dirigió una mirada, con cierta mezcla de extrañeza y de burla; pero venía yo tan optimista que no le di importancia.

 Hice cuentas de los días que llevaba fuera de mi casa y me dispuse a contarle a mi compañero mi aventura.

 Me oyó calmadamente, sin dejar de dirigirme miradas de desconfianza, quizá pensando que estaba loco; pero que era un loco pasivo, sin peligro.

 Por fin, cuando estuve seguro de que no corría ningún peligro en mi compañía y que le había inspirado la confianza necesaria, me dijo: -- Mira, hermano, la hierba es mala cuando uno la fuma pura.

 Ya verás cuando la guisa. Si te contara lo que he visto, te quedarías maravillado. Aquello me apenó.

 ¿Sería verdad que aquel hombre pensaba que yo estaba mariguano? Así que todo el trayecto me lo pasé dormido, pues de repente vi con claridad la magnitud de mi experiencia y perdí todo deseo de hacerla pública.

 Pero recordaba la promesa que había hecho a mis amigos de hacer pública la oportunidad que ellos me habían proporcionado, así que de allí en adelante tenía que luchar para vencer aquel complejo que echó profundas raíces cuando se la conté al compañero chofer que me trajo.

 Fue por esta causa que durante año y medio no lo conté a nadie y solo me arriesgué cuando se empezaron a leer con frecuencia en los periódicos relaciones de personas que aseguraban haber tenido oportunidad de admirar estas fantásticas naves espaciales.

 Como decía al principio de este libro, he pasado tantos sinsabores desde que me decidí a contarlo que he acabado por considerar increíble la aventura y justificar a las personas que se burlan de mí, pues tienen derecho a no creer lo que ellos no hayan visto o vivido.

 Así, cuando me topo con una persona que me pregunta en son de guasa, acabo por decirle, que solo fue un viaje que hizo mi mente en alas de la imaginación, y con eso lo dejo satisfecho, pues casi siempre infla el pecho y dice: --Ya decía yo que esto era imposible.

 A mí nadie me engaña.

 Así los dos quedamos tan contentos.

 Ahora, cuando encuentro a una persona exenta de petulancia y de "sabiduría", casi siempre lo cuento todo y con mucho gusto nos ponemos a discutir lo factible y lo no factible y, pongamos que no lo crea, pero queda con la duda y, además, se divirtió, cosa que a mí me satisface.

 Posteriormente a este viaje me sucedieron cosas tan raras que quedan fuera de mis conocimientos.

 Las relato abrigando la esperanza de que algunos de mis lectores tenga idea de lo que se trata.

 Muchísimas personas me asediaban preguntándome de qué planeta procedían aquellos hombres y esto me mortificaba a tal grado que acabó obsesionándome, pues resultaba estúpido no habérseme ocurrido preguntarlo a los que me hubieran sacado de la duda.

 Uno de esos días en que más me mortificaba esta pena, empecé a sentir una presión mental insoportable que por momentos se hacía más pesada al grado de que tuve que dejar de trabajar, pues me resultaba peligroso.

 Me dirigí a mi casa a eso de las tres de la madrugada y, aunque no tenía sueño, me tendí en la cama.

 El cuarto estaba a obscuras.

 No quería despertar a mi esposa y por lo tanto me abstuve de prender la luz.

 Estaba, lo recuerdo perfectamente, despierto y en actitud pensativa y revoloteaba en mi mente el reproche que me hacía de no habérseme ocurrido hacer tan importante pregunta.

 De repente el lugar se iluminó inundándose de luz, pero la luz que yo había visto en aquel planeta.

 Traté de incorporarme sin lograrlo y ante mi asombro desapareció todo lo que de familiar había a mi alrededor y me ví participando en una escena en que aparecían mis dos amigos dándome una conferencia de astronomía.

 Pintaban en algo colocado en una de las paredes, lo que debía ser un diagrama de nuestro sistema solar.

 Reconocí el sol y nueve planetas de diferentes diámetros, habiendo treinta y siete lunas en total, distribuidas treinta de ellas entre los cinco últimos planetas y las siete restantes entre el nuestro y el sol.

 Cuando estuvo todo distribuido, simplemente trazó el que hacía de profesor, que no era otro que el hombre más delgado de los dos primeros una cruz sobre el segundo planeta a partir del sol.

 Luego, el mismo hombre volvió la cara a donde me encontraba y me dijo en su reconocible voz: --Te acuerdas cuando entrábamos en nuestro planeta, que preguntaste si era el sol lo que veías y te contestó uno de nuestros superiores que no pero que sí estábamos entrando en nuestro planeta por la puerta del sol, o sea por la parte en que siempre está alumbrando nuestro astro rey? Y a fe mía que no recordaba aquellas palabras, pues entonces estaba yo tan asustado ante lo que tenía a mi vista, que no se me grabaron.

 Terminado este interrogatorio, desapareció la luz, mis amigos y todo lo que acababa de ver, y de paso ya no pude conciliar el sueño hasta el nuevo día.

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