XVIII

Después de algunos días empezó el joven Reiman a hacer las visitas de obligación, en las que tenía que presentarse como médico aprobado.

Es ésta una costumbre alemana muy inveterada.

Su primera visita lo llevó, como es de estilo, a casa de su maestro, el profesor Mertin.

Al atravesar la puerta, fue recibido por Elfrida, que, tendiéndole la mano, le dijo:

—¡Ah! ¡El flamante señor doctor! ¿Por fin se le vuelve a ver a usted alguna vez? ¡Yo ya creía que usted de había marchado y que nos había olvidado ya!

Bernardo quedó totalmente aturdido, pues en su voz se oía resonar la más franca alegría.

—Según he oído, quería usted hablar a papá, pero él está aún lejos de aquí, gracias a Dios. Pero ante todo, quiero felicitarle por el “cum laude”. Me alegro con usted.

Sírvase sentarse. Tiene que esperar aún una media horita y conformarse con mi compañía durante este tiempo —dijo en su manera francachona.

—Lo que es sumamente grato para mí, señorita —contestó Bernardo, contemplando sonriendo la cara sonrosada, y los ojos castaños, alegres, que aun ninguna pena habían conocido.

Los rayos del sol jugueteaban con su cabello; y el vestido ligero de azul claro que se ajustaba suelto a su cuerpo gentil, permitía adivinar lo bien desarrollado que estaba este capullo. Una ola ardiente le invadió. ¿Seria el bochorno del mediodía o el vino que había tomado? No lo sabía.

—Pero ¿usted me ha echado, realmente, tan de menos, que el tiempo le haya parecido tan largo? —le preguntó en voz baja, para decirle algo.

—Naturalmente que sí —respondióle Elfrida con toda sinceridad—. A diario he tenido que pensar en ustedes; pues estuvo muy interesante la noche en que Rasmussen realizó su milagro.

—¡Ah! ¿Por esto, usted ha pensado solamente en el Rosa-Cruz? —interrogóle Bernardo con marcada intención.

—No, Reiman; es a usted a quien no he podido olvidar, el interés que tengo por el uno, no es el mismo, respecto del otro.

—Pues francamente, en verdad que yo no sabría por qué hubiera podido merecer esta distinción —replicó Bernardo, con el corazón alterado.

—Pero, ¿es que todo debe merecerse?

—A decir verdad, sí.

—¡Ea! Déjeme usted tranquila con su filosofía —respondió Elfrida con un cierto mohín—. Se da y recibe, sin preguntar mucho, si se merece o no.

Bernardo se echó a reír divertido. “Es como una mariposa abigarrada cuyas alas tornasoladas se admiran en la lumbre del sol” —pensó él.

—De seguro que usted no me ha echado de menos durante todo este tiempo—

preguntó ella con acento provocador.

—¡Pues ya lo creo! Muchas veces he tenido que pensar en sus ojos —respondió Bernardo con un cierto acento de flirteo inconsciente, pero al mismo tiempo había algo doloroso en su voz, que contrastaba curiosamente con la expresión radiante de su semblante. La mirada de ambos se encontraron.

Las sienes de Elfrida fueron invadidas por ardiente sangre. En este momento atravesó el profesor Mertin el umbral de la puerta.

—¡Ah! ¡mi querido doctor Reiman! Así, pues, que se va a marchar pronto. Su viaje a España es una idea excelente. A ver si nos trae algo de nuevo.

Tengo noticias de allá, de un ocultista de fama universal, el Dr. Barraquer, que hace operaciones sorprendentes.

El espanto marcóse en la cara de Elfrida. Casi azorada, interrogativa, contemplaba a Reiman.

—Para mí representa un viaje de estudio, que más adelante me ha de ser de utilidad.

Solo he venido, para expresar a usted, señor profesor, por todo lo bello y magno que he podido escuchar en sus clases y conferencias, mis más sentidas gracias, rogándole al mismo tiempo, que también en lo sucesivo quiera serme un buen consejero y maestro en el ejercicio de mi carrera.

—Usted tiene que volver pronto. ¡Tiene que volver! —prorrumpió Elfrida con vehemencia, de modo que su padre la miró admirado.

La muchacha giró la cabeza hacia un costado. No quería que viera las lágrimas que se le saltaban.

La cara del profesor cubrióse de una débil sombra. Vio claramente que su hijita se había enamorado del joven Reiman. se pasó la mano por su barba gris, y luego se dirigió a Bernardo, con las siguientes palabras:

—Puede usted estar seguro de que se ha erigido en mi un recuerdo imperecedero.

—Y en mí aun mucho más —intervino Elfrida.

El profesor Mertin quedó muy confuso y contempló a su hija lleno de admiración.

—Pero si es la cosa más natural, toda vez que el señor Reiman es amigo de nuestra casa.

Con estas palabras quería el padre debilitar la franca confesión de Elfrida.

—Muchísimas gracias, señor profesor, por el honor que siempre sabré apreciar —

respondió Reiman, con una ligera inclinación.

—Ya lo sé... Pero, hija, estamos aquí sin nada que tomar. Ve, dile a la señora Gruenfeld, que nos haga preparar algo para comer, con una botella de buen Tarragona. Aun tiene usted tiempo, ¿no es verdad, mi estimado Reiman?

—Bueno, señor profesor; si usted lo permite, una horita —respondió Bernardo mirando al reloj.

Elfrida se había levantado inmediatamente para responder al deseo de su padre. Una íntima alegría llenaba todo su ser, al ver que Reiman aun se quedaba.

A éste es a quien amo. Será mío se dijo, sonriendo al salir. De si encontraría su amor correspondido, de esto no dudaba siquiera. Hasta aquí todos sus deseos los había visto realizados. Entonces ¿por qué no éste? Su padre no podía tener nada contra Reiman, pues era rico y de buena casa. Hoy mismo tenía que hallar claridad sobre ello, hoy mismo. Pues ¿no había leído con frecuencia en novelas, del amor a primera vista, de parejas que quedaban prendados inmediatamente? ¿Por qué no podía sucederle así a ella? ¡Si este Reiman no fuera tan exageradamente tímido, o, por lo menos, algo más accesible...! Bien tenía que haber notado cómo ella le quería...

La señora Gruenfeld se le acercó con lentitud. Ya hacía algún tiempo que padecía de dolores reumáticos. —¡Papá me encarga que le diga, que procure usted un almuerzo especialmente bueno, para tres personas, con una botella de Tarragona, y enseguida!

—¡Ah, ¿sí? Pero supongo que, por lo menos, me lo suplica...

La señora Gruenfeld cuidaba de su persona y exigía ciertos comedimientos.

—Sí, sí; naturalmente —contestóle Elfrida con acento desdeñoso. Ella vivía siempre en discordia con la señora Gruenfeld, que siempre tenía algo que reprenderle como si aun fuera una niña de teta, no obstante que, por decirlo así, ya estaba a punto de prometerse.

Bien pronto la señora Gruenfeld tuvo puesta la mesa en la fresca galería; fiambres, carne asada, huevos y una lata de sardinas. Todo esto quedaba aún como sobra del día anterior. Y puso una botella de vino, en una cubeta de hielo. La criada trajo algunos panecillos frescos, con algo de pan negro. Elfrida, que había ido presurosa al jardín, puso un precioso ramo de rosas encarnadas sobre la mesa, una de las cuales colocó en su cabello, y le daba a su carita un encanto mayor.

Rápidamente regresó al lado de los que la aguardaban.

—¿Quieren tener la bondad de pasar? ¡Ahora vamos a celebrar al nuevo doctor!

Con estas palabras y la gracia que le era propia, se colgó del brazo de su padre, mientras que contemplaba a Bernardo con una mirada radiante.

El almuerzo y el vino eran del sumo agrado de Bernardo; y ello tanto más, cuanto que, desde muy temprano, solo había tomado muy poca cosa y su garganta se le había secado con el calor y así el fogoso vino le desató pronto la lengua.

Encontraba a Elfrida soberbiamente hermosa. con entusiasmo contemplaba sus ojos encantadores, en los que había un mar de felicidades.

—¿No es cierto, papá? ¿No es tu mayor felicidad la de hacerme feliz? —exclamó de pronto la niña, sin motivo alguno.

—Naturalmente. Y espero que lo seas también —contestóle su padre sonriendo.

—Pero podría faltarme aún algo para ello, repuso Elfrida.

Su sangre joven corría demasiado impetuosamente por sus venas, y su fantasía estaba, como siempre, rebosante de las historias de amor leídas.

—Indudablemente, su señor padre cumplirá todos sus deseos, en cuanto esté a su alcance; pues no todos están en posesión de una hija tan hermosa y encantadora —

dijo Bernardo con ojos llenos de ardiente brillo.

Elfrida se puso roja como la rosa que llevaba en su cabello.

¡Me ama! decíase regocijada para sí misma—. ¡Me quiere! Hoy arreglamos esto...

Mertin levantó la cabeza. El acento con que el joven acababa de pronunciar sus últimas palabras, era algo extraño, y quedó bastante sorprendido.

Luego volvió su mirada lentamente hacia Elfrida, diciéndole:

—Yo quisiera saber qué clase de deseo es el que he de cumplirte.

Las miradas de Elfrida se dirigían a Bernardo solicitando su ayuda. pero como éste permanecía callado, dijo ella con candidez obstinada:

—¿No te das cuenta de que ya no soy ninguna niña, y de que, para la felicidad de una joven, se requiere algo más, papá, que bonitos vestidos, conciertos y un estómago satisfecho? ¿No piensas que aun existen otras cosas que están fuera de todo alcance de los placeres comunes?

Admirado oyó el profesor la acusación de su hija, y los ojos se le abrieron, se dio cuenta de lo que pasaba. No, así no hablaba ninguna niña. Esto era la exclamación de un corazón que, indomado, despierta, ansiando al ser amado. Pero, sin embargo, en ella se oía más la fogosa obstinación, que a la joven señorita. Sentía, apenado, que le había faltado la madre que supiera guiar con sentimientos fino el despertar de su joven hija, por el justo camino.

Pero luego se consoló con el pensamiento: “¡Si aun es una jovencita en agraz...!”

Ya vendrá el tiempo de buscarle marido, pero como una ráfaga le pasó por la mente, que este marido podría ser Bernardo y acentuó:

—Hija, ¿qué es lo que hoy tienes? No te comprendo —dijo todo asombrado—. Me parece que no es el momento adecuado para tales conversaciones y deseos.

—Pues sí, justamente ahora —replicó Elfrida—. Mañana ya será demasiado tarde, ¿no es así, señor Reiman?

El interpelado se estremeció. Apenas si sabía lo que ella le preguntaba. Estaba en una disposición de animo estúpida en que como si le hubieran atontado la cabeza de un golpe, hubiera dicho que sí a todo, aun al mayor disparate.

—Sí... ¡Ah...! ¡Seguro! ¡Sí! —balbuceó Bernardo, a quien la pesadez se le hacía cada vez más grande en la cabeza—. Mañana ya será demasiado tarde. La señorita tiene mucha razón —agregó sin pensarlo. Qué y para qué serían demasiado tarde, él mismo no lo sabía, el buen cielo lo aclararía.

Elfrida movíase nerviosa e intranquila, de un lado a otro, en su silla.

—Vemos que usted se queda tranquilamente sentado y esperando que las estrellas se caigan del cielo. ¡Y que tenga yo que ponerle cada palabra en la boca...! —se le escapó con áspero acento.

De súbito, sonó vigorosamente la campanilla afuera.

Y enseguida presentó la criada una tarjeta al profesor.

Este, después de leerla, se levantó de pronto con las siguientes palabras:

—Usted me dispensará, querido Reiman, un momento.

Y se fue al salón, en donde le esperaba un señor de edad.

¡Gracias a Dios! —pensó Elfrida—. ¡Por fin se va y nos deja solos!

Ella misma ya no sabía casi cómo salir de esta situación tan cómica.

—¿Qué clase de deseos tiene uste d, señorita? —preguntó Reiman en voz baja, a la vez que se sentaba a su lado.

—¿Y usted no lo sabe?

Un asombro desmesurado estaba en sus ojos interrogadores al ver que Bernardo se sonreía.

Pero ya estaba resuelta; si Reiman, como ella esperaba, no decía nada; aunque mujer, estaba dispuesta a invertir los papeles, y declararse.

Bernardo, entonces, continuó:

—¿De dónde quiere usted que lo sepa? Pues no, no sé leer los pensamientos.

—¿Y tampoco es conocedor de los corazones? —preguntóle burlona Elfrida.

—Pero ¿por qué?

—Porque, si no, tendría usted que comprenderme —dijole ella con voz baja y doliente.

El se inclinó hacia ella sintiéndose invadido por el aroma que emanaba la rosa en su cabello.

—Pero ¿no puedo yo cumplir sus deseos? —respondióle Bernardo galante, pues algo tenía que decir. —Sí, sí; únicamente usted puede hacerlo.

Y se lo quedó contemplando con sus grandes ojos oscuros, fascinantes, con una mirada fulgente y anhelosa...

Bernardo empezó entonces a comprender. Pero ya era tiempo de reflexionar. En su interior, ya no era él; y, de repente, le subió una ola erótica por su interior; la sangre se puso a hervir ardorosa en todo su cuerpo... El no sabía como fue.

Fuerzas extrañas operaban allí.

Las miradas de Elfrida tenían en este momento algo de fascinador, y le robaron toda reflexión. Inconsciente, como si actuara en él otra persona, una voluntad extraña, de pronto tomó su esbelta figura en sus brazos, la estrechó fuertemente y, dominado por una pasión repentina, casi inconsciente, la besó frenética y fuertemente.

Era la bestia humana en acción.

Una de las cualidades especiales de Elfrida, había sido siempre la de dejarse arrebatar. Jamás había aprendido a imponerse a sus sentimientos. Además, como ya se dijo, estaba la joven bajo la influencia de malas e incitantes novelas que sabía proporcionarse secretamente. En este momento parecía ser también presa de un sentimiento parecido al de Bernardo. Llena de anhelo y pasión, le cogió de la cabeza posando un ardiente beso sobre sus labios.

En este preciso ins tante abrióse la puerta. El profesor Mertin estaba como enclavado en el umbral contemplando el cuadro que Bernardo y su hija le ofrecían.

El pobre Bernardo repetía la escena ante el profesor Mertin, como pocos días antes en el jardín de la señora Kersen, cuando igualmente llegó en el fatal instante en que tenía a Elsa en sus brazos.

Elfrida había oído seguramente los pasos de su padre. Pero era astuta. se volvió hacia él, sin delatar el menor susto, y, mirándole medio confusa y semidichosa, le dijo:

—¡Padre...! ¡Padre...! ¡Nos amamos! ¡Nos hemos prometido!

—¿Qué, estás loca? —se le escapó.

Para Mertin era también una situación embarazosa.

Bernardo sentía que todo giraba a su alrededor. Estaba como embriagado. ¿Qué podía hacer? ¿Contradecir a Elfrida? ¿Confe sar al profesor que no la había amado nunca? ¿Que este beso había sido el resultado de una excitación momentánea inconsciente...? Algo tenía que decir. ¡Una disculpa! Pero no hallaba palabras, un algo invisible le anudaba la garganta.

Para el profesor Mertin la situación seguía también penosa. Pero ¿qué podía hacer?

No quería continuar en el tono comenzado; después de todo, el nuevo doctor Reiman era un partido brillante para su hija. la agitación extraordinaria de Reiman, se la explicaba por fin como pasión verdadera hacia su hija y por tanto dijo brevemente:

—¡Vamos, hijos! ¡Qué rápido ha sido! —Y pensó para sí: Pero me parece que mejor se me hubiera preguntado a mí. Que alguna vez se me hubiera hablado de esto, pues debo aceptar que los jóvenes desde tiempo se entendían—. Luego prosiguió:

—Así, pues, el compromiso de esponsales que mi hija quiere celebrar con usted, admite aún algún tiempo, señor Reiman. Esperemos, primero, que regrese usted de España. Por de pronto, lo guardaremos secreto; todo tiene que quedar entre nosotros. Al escuchar estas palabras, Bernardo sintió cómo su espíritu se despejaba. Poco a poco fue dándose cuenta de la tontería que había cometido, y de que ahora estaba prometido secretamente dos veces.

Efectivamente, en todo caso, nadie debía saberlo; sobre todo Elsa, ¡tu Elsa! Y ya quería presentársele la imagen de su verdadera novia ante su vista espiritual, cuando el profesor Mertin continuó:

—Yo ya sé, señor Reiman, que es usted un caballero. Y si usted ama a mi hija verdaderamente y mi hija a usted, no tendré más tarde nada que objetar.

Bernardo sentíase como azorado y solo supo balbucear:

—Muchas gracias, muchas gracias, señor profesor.

Y tomando su sombrero, despidióse brevemente de los dos y se marchó.

En la calle hubiera podido atropellar a cualquier persona. No miraba ni a derecha ni a izquierda. Llegado a su cuarto, volvió a deslizarse ante su mente el suceso en la casa del profesor y la cuestión con Elfrida fue pareciéndole sumamente ridícula. Pero seguía sin poderse dar cuenta de cómo había sido posible que se dejase arrastrar tan lejos. ¿O era que quizás amaba a Elfrida en verdad? ¡No! ¡De ninguna manera! El solo amaba a Elsa. Pues a las dos, no podía amarlas. Por fin adquirió dominio en su corazón esta última, la magnífica, casta, tierna e inocente flor humana, que hasta entonces había llenado toda su existencia. Pero ¿cómo iba a escaparse de este lazo en que él mismo tan voluntariamente se había dejado coger?

Era una suerte, por lo menos, que tuviese ya hecho su examen de doctor. De no ser así, ahora le hubiera resultado imposible. En su fantasía volvía a revivir las dos escenas amorosas con Elsa y con Elfrida, y las consiguientes explicaciones con los padres respectivos.

Pues bien; no había que darle vueltas. Hacía un par de días había solicitado la mano de Elsa, y hoy tenía que agradecer la buena disposición de su maestro y futuro suegro. El doctor Bernardo Reiman sentíase ya casi como polígamo; era que efectivamente tenía dos novias.

Pensativo y cabizbajo, hallábase de pie ante su escritorio frotándose la frente con la mano. De pronto llamaron a la puerta y la sirvienta le trajo una carta.

¿Qué es esto? —murmuró—. La letra le era desconocida. Era la de Elfrida. en un pequeño papel de carta, había escrito lo siguiente:

Queridísimo Bernardo:

Papá tiene que ir esta noche a una conferencia. También la señora Gruenfeld está fuera de casa. Vente a las ocho y media, estoy completamente sola.

Mil besos de tu novia.

ELFRIDA”.

¡Qué disparate, novia! ¡No faltaba más! ¡Lo que haré es no ir nunca más—fueron los primeros pensamientos de Bernardo, y, colérico, echó la carta sobre la mesa.

Pero luego reflexionó y se dijo:

No... Será mejor que vaya. Así tendré oportunidad de poner las cosas en su punto. Sí, voy a decirle, ahora para siempre, que no la amo, que no la amaré, que no la podré amar nunca, que la escena de esta mañana ha sido sin reflexión y que mi corazón pertenece a Elsa.

La tarde se le hizo larga. No podía esperar el momento en que hablaría con Elfrida.

Ni al mediodía ni a la noche había tomado parte en las comidas en casa de sus padres. Sin encontrar reposo, había errado por el parque municipal, y, medio cansado, entró a la hora fijada en el piso de Mertin.

Elfrida lo recibió llevando un tocado verdaderamente fascinador. Se había puesto un precioso vestido de seda, color rosáceo, que con su corte extremado delataba las exuberantes formas de su cuerpo seductor. El escote cubría en parte el lozano seno de la joven, en parte dejaba adivinar provocante la división de los dos pechos.

habíase envuelto en una verdadera nube de perfume de saúco sensual y embriagador.

En el momento en que bernardo se presentó, estaba su cara revestida de un color sonrosado subido. Apenas lo vio, lo atrajo hacia sí, cubriéndolo de ardientes besos, que le hicieron perder el juicio. Todos sus buenos propósitos se habían acabado ahora.

Al pobre enamorado fuéle del todo imposible pronunciar la menor palabra. Era como un pajarito que se sentía atraído por la mirada hechicera de una serpiente.

Elfrida trajo pronto licores y antes de que bernardo se hubiera dado cuenta, el consumo de alcohol lo había vencido.

La araña en el centro del cuarto estaba dispuesta de manera que las cuatro lámparas superiores esparcían una luz blanca, pero la inferior una luz encarnada. Elfrida apagó pronto la blanca y penetrante luz; y a ambos los alumbraba, en cambio, la luz de su rojo ardor y amor sensual con tanta más fuerza... Y entonces sobrevino lo que tenía que sobrevenir.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Elfrida había sido irrevocablemente suya.

Primero, Bernardo no había sabido lo que le pasaba; pero ahora, después de gozar el amor carnal, le vino a la conciencia con tanta más claridad, terror y arrepentimiento, lo que había hecho y a lo que se había dejado seducir.

Ambos se creían las víctimas irresponsables de una fascinación erótica. Y a él le sobrevino una verdadera aversión contra esta muchacha tan joven y fresca. Ella parecía que no quería darse cuenta de sí misma, y solo quería besar y ser besada, para cambiar nuevos fuegos de amor.

Bernardo se sintió convencido por asco contra ella, contra sí mismo, contra la situación toda. La repelió y salió corriendo con precipitación, sin despedirse siquiera.

En la calle, bernardo recordó de repente la visión que había tenido días antes. Al decirle Elsa que no fuera a España, ya en aquel momento se dio cuenta que, entidades del espacio, elementales, que actuaban sobre la mente de su novia, querían estorbarle el camino de la Iniciación. ¿No sería hoy lo mismo? ¿No serían aquellos demonios, de los cuales habían sido ahora juguetes y víctimas, él y Elfrida? Ya Rasmussen le había advertido, varias veces, que las entidades bajas se valían de todas las ocasiones y de todos los medios, para distraerlo de su objetivo...

Era cerca de media noche cuando volvió a encontrarse en su cuarto. En el camino ya se había pintado las consecuencias inevitables de su conducta. A pesar de que había obrado bajo la influencia de un poder extraño diabólico, no podía evitar su arrepentimiento.

¿Cómo se portará Elfrida? —era uno de sus pensamientos principales que le ocupaban—. De seguro que no expondría a su padre el transcurso verdadero del suceso, sino que le haría creer que él la había seducido, y aun posiblemente que la había violentado. ¿Qué es lo que el profesor Mertin haría? En todo caso, exigiría, con toda seguridad, que se casara inmediatamente con ella.

Luego vio en su espíritu las consecuencias que el acontecimiento tenía que producir en la pobre Elsa, tan digna de lástima. Vio cómo su corazón tenía que partirse. Creía oír ya las justificadas amonestaciones de la madre de la una, previendo asimismo cómo el padre de la otra la castigaría por su increíble ligereza.

Una voz interior le dijo después que quizás había puesto en peligro todo su porvenir:

Si aun hubiese podido amar a Elfrida, entonces todo hubiera podido arreglarse casándose. Pero él sentía un aborrecimiento irresistible hacia esta muchacha de una sensualidad tan excesiva. De tanta constricción y arrepentimiento, no sabía a dónde escapar de sí mismo. el único consuelo se lo daba la idea de su próxima partida a España y entonces se decía:

—¡Quién tiempo tiene, tiene vida!

Por el momento no le quedaba otra solución que tener paciencia.

Iba a desnudarse para poder acostarse, cuando vio que sobre la mesa de noche había una carta. Era de Rasmussen e inmediatamente supo de que se trataba. era indudablemente una contestación a su última carta, en que Rasmussen, a título de epístola didáctica de maestro a discípulo le decía lo siguiente:

“Mi estimado amigo Reiman:

Mucho me alegró la noticia de que usted haya sido aprobado en su examen de una manera tan brillante y de todo corazón le expreso mis mejores albricias por su título de doctor en medicina, y que, para su porvenir, sea un emblema que lo lleve de éxito en éxito a cumplir la misión de la cual un filósofo latino decía: Opus sanctus est sedare dolorem. Que le sea a usted permitido ser un verdadero samaritano en el camino de la vida.

Me pregunta usted qué debe seguir haciendo para que logre la iniciación en la orden del Rosa-Cruz en España y como debe prepararse.

No hay que confundir la hermandad de los Rosa-Cruz, con otras sociedades, digamos, por ejemplo: una sociedad de geografía estadística, una orden religiosa, la francmasonería, un centro espiritualista o de la Sociedad Teosófica. A todas éstas se logra entrar mediante pago o por vocación, en que uno adquiere compromisos con la sociedad u orden en que entra y por otro lado la orden o sociedad tiene deberes con el nuevo admitido. Como sacerdote, basta recibir las órdenes regulares y ceñirse el hábito. En una sociedad se extiende el título de socio; en la francmasonería, dicen que dan patentes, etc. etc.

Generalmente es cuestión de recomendaciones y pagos más o menos.

Ciertamente que existen también sociedades en Europa y en Estados Unidos que llevan el nombre de sociedad Rosa-Cruz, muy respetables algunas de ellas pero aunque de estos centros se logre a veces la admisión en la verdadera congregación astral, no es necesario pertenecer a ellos.

Ya sabe usted, la verdadera fraternidad Rosa-Cruz existe invisible para los ojos materiales en el plano astral y la iniciación solo se puede lograr cuando se esta preparado. Para el Rosa-Cruz el dinero no existe... todo depende del adelanto del neófito, que se conoce por su aura, por las señas de la mano, y por aviso del Gurú.

El primer grado, se obtiene en ciertos centros, uno de ellos es el que existe en el Cerro de Chapultepec, en México, donde recibió Montenero, del que le hablé, su primer grado. En Espopaña, tenemos un centro más elevado todavía. Este existe en la provincia de Cataluña, la montaña de Montserrat. Ahí puede usted recibir el segundo grado.

Esto que le han dicho sobre la alimentación, es tontería. Naturalmente, que la alimentación vegetariana sea la más conveniente para el hombre desde el punto de vista físico, es incuestionable; pero cuando el chela esta preparado para la iniciación de encarnaciones anteriores, puede comer y beber de todo. Como dijo muy bien Jesús, no es lo que entra por la boca, sino lo que sale, lo que hace daño al hombre.

¿Que provecho puede hacer a los miembros de cierta sociedad, propagar la alimentación de cosas crudas, y que en las relaciones con sus llamados hermanos todo sea hervido, y no haya más que disidencias, discordias y difamaciones? Ya cuando logre usted la clarividencia, después de la iniciación, vera qué diferente es todo, y cómo vivimos engañados, respecto de los hombres. Verá que el aura de uno que se tenia por bueno y santo, demuestra que es malvado y perverso; y que en torno de otro, a quien difamaba y despreciaba, relucen los colores puros del Maestro.

La orden de la Rosa-Cruz no tiene nada que ver con la masonería de que usted me habla. Verdad que también la francmasonería tiene en el grado 18 príncipes de Rosa-Cruz y que lo tomó del Cristianismo.

Rosa-Cruz puros eran los grandes príncipes de la Iglesia, en la Edad Media; y lo siguen siendo ocultamente muchos, hoy día, a los que no les es dado exteriorizar su filiación.

No podré dar a usted más detalles. Ciertos sueños, lúcidos algunos, otros cuyo contenido no ha podido usted recordar al día siguiente, fueron motivados por cierta labor hecha por usted por los maestros, Gurús del invisible, de una manera preparatoria.

Puede usted ya, cuando crea conveniente, emprender un viaje a Barcelona, y atenerse a las instrucciones verbales que le he dado; lo más conveniente será que pase usted por París, donde el maestro Papus dejó ciertos iniciados en las ciencias herméticas, que se reúnen en la rue Savoi, en el salón del barrio latino. Ya los hermanos, allá, saben quién es usted, y pasarán con usted una noche. En Barcelona irá usted a alojarse mejor al Hotel Majestic, en el Paseo de Gracia, y esperará allí los acontecimientos.

sin que me sea posible dar a usted hoy mayores detalles, tiene mucho gusto en saludarle su amigo, RASMUSSEN”.Antes de decidirse a verificar el corto viaje que había emprendido Rasmussen a la provincia desde donde ahora escribía, habían proyectado ambos que Bernardo fuese también a la América del Sur: al Perú. le decía el Maestro:

Cuando llegue a Cuzco, por lo menos así era cuando yo pasé por ahí, los indios le ofrecerán ídolos que dicen haber excavado en uno de los templos antiguos.

Al examinar aquellos dioses, generalmente se descubre que son hechos en Alemania y llevan aún la marca de fábrica de su reciente manufacturación.

Londres posee un Museo más y los que visiten hoy día la capital británica, deben aprovechar su estancia para conocerlo. Es un Museo de las falsificaciones, del Burlington Fine Arts Club.

Sabemos que los Museos de arte antiguo son muy exigentes en la admisión de objetos y que existen en ellos peritos especialistas de mucha experiencia para examinar la autenticidad de las obras, y hasta, por ejemplo, que prueben que un cuadro de pintura es una copia, para ser rechazado, y ya no tiene valor alguno.

La Exposición que se ha inaugurado recientemente en Londres, se empeña en hacer todo lo contrario; ella solo admite y premia las falsificaciones, las copias, las imitaciones y las premia muy bien.

La empresa ha tenido gran éxito; acuden de todas partes del mundo los visitantes, en su mayor parte artistas, pero sobre todo los propietarios de casas que trafican con objetos de arte.

Las ventajas que tienen los visitantes de semejante Exposición, es conocer las cosas falsificadas, pues allí pueden comparar y estudiar las imitaciones célebres.

Existen artistas acabados, que falsifican, que hacen imitaciones de cuadros antiguos, con una destreza, con una habilidad admirable.

En Alemania hay fábricas enteras, donde imitan muebles antiguos, que junto con los cuadros nuevos, es decir,, recientemente pintados, se ponen como si se tratase de un jamón en la chimenea de la cocina para que el humo le dé apariencia de antiguo.

Luego a estos objetos les falsifican documentos, en que consta que proceden de conventos, de castillos feudales, etc., y documentos acompañan a las obras como una especie de fe de bautismo que facilitan encontrar incautos que compren los cuadros.

En la exposición, el Berlington Club ha traído los originales de muchos cuadros para ponerlos al lado de la falsificación y así poner mas de relieve el timo.

De tiempo en tiempo han sido robados cuadros de autores célebres, cuya autenticidad estaba fuera de duda; pues ahora en esta exposición se han encontrado que estos cuadros habían servido para ocultar bajo un cuadro imitado, otro bueno; fue suficiente raspar uno para que quedara libre el primero.

Se ha visto en esta exposición, que Rembrandt es el pintor antiguo más difícil de imitar, y que las copias se conocían enseguida.

De todas partes del mundo han acudido los hombres de ciencia y los peritos de pinturas de mas fama, y el museo va a quedar como permanente.

Ahora viene otro aspecto práctico. Los ingleses ricos que tienen dudas sobre la legitimidad de alguna obra de arte de su propiedad, las mandan para hacerlas examinar.

En Madrid he tenido ocasión de visitar muchas casas de aristócratas, donde me han enseñado cuadros de Murillo, de Goya y Velásquez, y yo creo que una exposición semejante no estaría mal por aquí, pero se debería buscar un local amplio... muy amplio.

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